De hecho, son tantas las novelas que han transitado por el universo ajedrecístico que se podría considerar un subgénero dentro de la novela, y no hay año que no aparezca algún título que aproveche las peculiaridades de los escaques para trenzar tramas diversas, generalmente de tipo histórico, policíaco o de espionaje.
Escrita por el norteamericano Walter Tevis en 1983, Gambito de dama -o Gambito de Reina, en una traducción anterior, regresa esta semana a las librerías españolas aprovechando el tirón de la miniserie protagonizada por Anya Taylor-Joy, con un argumento que combina aspectos de la biografía del autor con la trayectoria del prodigioso Bobby Fischer.
La misma invención del ajedrez tiene su propia leyenda, la del rey -o brahmán- para quien un sabio ideó el juego con el fin de que se distrajera y el jerarca quiso compensarle con lo que deseara, a lo que el ingenioso consejero respondió que solo pedía un grano de trigo en la primera casilla, y que se fuera duplicando en las siguientes... con lo que resultó que no había trigo suficiente en el reino para su recompensa.
El reino de Caissa ha interesado a los escritores desde mucho tiempo atrás, y más allá de los diversos tratados sobre el juego de la época medieval, uno de los primeros que se interesó sobre el mismo fue Edgar Allan Poe, cuando en 1836 publicó el ensayo El jugador de ajedrez de Maelzel, en el que describía el famoso autómata del siglo XIX El Turco, para concluir que la intrigante máquina escondía a un jugador experto en su interior.
Otro escritor pionero en la introducción del ajedrez en sus relatos fue Lewis Carroll, quien en A través del espejo y lo que Alicia encontró al otro lado (1871) lleva a su protagonista a jugar una alocada partida, y de 1882 data el relato con referencias ajedrecísicas Mi entierro. Discurso de un loco, de Leopoldo Alas, Clarín.
La eclosión del ajedrez moderno en el siglo XX, con la irrupción de campeones como Capablanca y Alekhine, relanzan la relación del juego con la literatura, y así Unamuno publica La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez en 1930, el mismo año en que aparece La defensa, de Vladimir Nabokov, en la que el gran maestro Luzhin tiene características del campeón ruso, mientras de 1938 es Murphy, de Samuel Beckett, donde el protagonista juega un absurda partida con un paciente de un psiquiátrico.
La ascensión del nazismo da lugar a una de las obras más conocidas de esta simbiosis, Novela de ajedrez, del escritor austríaco Stefan Zweig, una denuncia de la tortura psicológica y en la que un prisionero de la Gestapo elude la locura de la incomunicación total reproduciendo partidas en su cabeza.
El régimen nazi y la II Guerra Mundial han inspirado a muchos escritores, que han transformado la lucha sobre el tablero en una pugna entre el bien y el mal, y en este terreno encontramos El maestro y el escorpión (1991), de Patrick Séry, La variante Lüneburg (1993) y Teoría de las sombras (2015), de Paolo Maurensig, Amphitryon (2000), de Ignacio Padilla, o Tablas por segundos (2004), del lituano de origen judío Icchokas Meras.
La Guerra Fría se ha visto igualmente representada por los bloques de blancas y negras en obras como Funeral en Berlín (1964), de Len Deighton, donde cada capítulo se inicia con alguna regla del ajedrez, o El rizo (1974), de Robert Littell, un juego entre espías al ritmo del desarrollo de una partida.
El género negro es terreno abonado para introducir a jugadores y trebejos entre sus páginas, y la reina de la novela policíaca, Agatha Christie, se aprovechó de ello en Los cuatro grandes (1927), Philo Vance en Los crímenes del ‘obispo (1929), William Faulkner en Gambito de caballo (1949), Ellery Queen en El jugador de enfrente (1966), Stephen L. Carter en El emperador de Ocean Park (2002) y Juan Soto Ivars en Ajedrez para un detective novato (2013), por citar algunos ejemplos.
Otros títulos que combinan novela policíaca con la histórica son el que fue superventas mundial El ocho (1988), de Katherine Neville, La tabla de Flandes (1990), de Arturo Pérez-Reverte, Peón de Rey (1998), de Pedro Jesús Fernández, y Zugzwang (2007), de Ronan Bennett.
En un ámbito menos clasificable se sitúan obras como La torre herida por el rayo, de Fernando Arrabal, con la que consiguió el premio Nadal de 1982, Un combate y otros relatos (1995), de Patrick Süskind, Ajedrez (2005), de Rubén Gallego, Mate jaque (2009), de Javier Pastor, o El hechizo de Caissa (2011), de Fernando Ortega.
La ciencia ficción ha sido un campo donde también ha proliferado la bibliografía ajedrecística, y uno de los primeros autores que explotaron esta vía fue Edgar Rice Burroughs, el padre de Tarzán, quien en El ajedrez viviente de Marte (1922) llegó a inventarse un “ajedrez marciano”, el jetán, con un tablero de 100 casillas, piezas con peculiares movimientos y todo un compendio de reglas.