La semana pasada estuvo llena de eventos sumamente preocupantes para el futuro de nuestra democracia. En tiempo récord y sin ningún debate en el Congreso se aprobaron leyes de gran importancia para nuestra República.
En pocas horas, se aprobó y se promulgó la ley que crea la Superintendencia de Jubilaciones y Pensiones, con la misma velocidad se le ha dado media sanción a la ley denominada de devolución premiada y con una inusitada rapidez se mutiló la ley conocida como la de las puertas giratorias.
Las autoridades del gobierno alegan que estos proyectos de leyes fueron consultados con los sectores afectados, pero al hacer esta afirmación olvidan que, en una República, el espacio donde se debe realizar el debate institucional es el Parlamento, palabra que viene del francés “parler” (hablar).
Nuestra Constitución define que es en el Congreso donde nuestros representantes se reúnen, discuten, negocian y aprueban las leyes. Es inaceptable que en una República la misma se vea reducida a ser una “simple escribanía” donde se registran acuerdos realizados por otros poderes en otros ámbitos.
Recordemos que para impedir el debate se argumentó que no tenía sentido debatir el proyecto de ley si ya se tenían los votos necesarios para aprobarlo, pero esta afirmación desconoce abiertamente la diferencia entre poder y autoridad, algo que ya se tenía muy claro en la antigua Roma.
El poder, decían los romanos, es la capacidad de conseguir que las personas hagan lo que se les manda, aún contra su voluntad. Es la “potestad” inherente y asociada a un cargo. Es una facultad otorgada. Generalmente, el poder genera miedo.
Sin embargo, la autoridad es la capacidad de conseguir que las personas hagan lo que se les manda o se les pide, por la influencia personal convincente que se les transmite. La autoridad se gana por el conocimiento, la habilidad y el comportamiento ético. Es inherente a la persona. Generalmente, la autoridad genera respeto.
Un liderazgo que toma decisiones apoyado solamente en su poder y potestad y no, en su autoridad; es un liderazgo de muy mala calidad.
El ex presidente brasileño, Fernando Henrique Cardoso, en un discurso pronunciado en Asunción en la década de los 90, decía que un liderazgo presidencial de calidad, en una sociedad democrática, debe estar basado en escuchar, decidir y explicar.
El escuchar permite la participación de la gente. Permite enriquecer la comprensión del problema, anticipar futuros conflictos y llegar a mejores decisiones.
Pero no se puede estar permanentemente escuchando y buscando la unanimidad. El líder tiene que decidir, aunque esto implique tener gente contenta y gente descontenta, porque los problemas o los conflictos tienen que ser resueltos.
Pero un líder que respete a la gente a quien lidera tiene que explicar las razones de su decisión. Aunque existan personas que no compartan dichas razones, la explicación es el “mínimo respeto” hacia la gente.
Existen dos frases de aquel recordado discurso de Cardoso que me han quedado grabadas para siempre. Una fue: “Un presidente simboliza, más que un partido, una nación” y la otra fue: “No basta ganar en el Congreso, es necesario ganar en la sociedad”.
Sobre la base de todas estas reflexiones podemos afirmar que, en estos cien días, el Gobierno ha aumentado enormemente su poder con la construcción de una mayoría aplastante en el Congreso y con el copamiento de los otros poderes del Estado.
Pero –en estos cien días– también ha ido perdiendo rápidamente su autoridad con la exclusión del debate y con la imposición de su mayoría para aprobar a tambor batiente proyectos de leyes fundamentales para una República.
Lo ocurrido la semana pasada ha sido una demostración del enorme poder que tiene, pero le ha significado una enorme pérdida de su autoridad.