Desde que Alejo García llegó por estos rumbos ya pasaron unos cuantos siglos, y podemos suponer sin equivocarnos que allá por el 1500 había un montón de indígenas más viviendo en estas tierras.
Hoy, tristemente, según el Atlas de las comunidades indígenas quedan poco más de 100.000, cien mil personas, convidados de piedra de este seudo Estado de derecho que tenemos en el Paraguay.
La semana pasada la comunidad mbyá guaraní de Hugua Po’i en el distrito de Raúl Arsenio Oviedo, en el Departamento de Caaguazú, fue expulsada de sus tierras.
El Estado paraguayo mandó toda su fuerza de ataque: un grueso contingente policial, cascos azules, montada y hasta un helicóptero; el desalojo se veía como una película de guerra.
Los indígenas viven en esos territorios desde el 2014 y aseguran que son sus tierras ancestrales y que en el lugar está asentado el cementerio de la comunidad. La cuestión es que aparentemente el inmueble figura a nombre de una sociedad de menonitas, y ellos aseguran ser propietarios.
El conflicto es tanto complejo como ignominioso. Según explicó a ÚH la antropóloga Marilyn Rehnfeldt, en 1909 el Estado paraguayo reservó 7.500 hectáreas para asiento de los mbyá.
En los años 60 la situación de los mbyá en Caaguazú se vio afectada por la ocupación de su hábitat tradicional por proyectos de colonización y, al mismo tiempo, se inicia una masiva venta de tierras fiscales a latifundistas, empresas agropecuarias y forestales.
La venta se realizó en muchos de los casos con los pueblos indígenas adentro de esas propiedades. Así pues comenzó el éxodo, y el círculo se cierra con un Estado paraguayo concediendo derechos a unos y desalojando a otros, que, por cierto, siempre son los mismos: los pobres.
Volviendo al desalojo de la comunidad Hugua Po’i, en el lugar no había gente del EPP, ni del PCC, ni contrabandistas, ni compravotos, ni torturadores, ni secuestradores, ni propietarios de tierras malhabidas regaladas por Stroessner ni plantaciones de marihuana. En el lugar no había absolutamente nada que pudiera justificar un desmedido contingente de policías. En aquel lugar, sentados bajo la lluvia solo había ancianos, mujeres y niños indígenas pobres.
La Constitución Nacional reconoce los derechos de las comunidades así como su derecho a la propiedad comunitaria de la tierra, en extensión y calidad suficientes para la conservación y el desarrollo de sus formas peculiares de vida.
En su artículo 64 apunta además que el Estado proveerá gratuitamente de estas tierras, las cuales serán inembargables, indivisibles, intransferibles, imprescriptibles, no susceptibles de garantizar obligaciones contractuales ni de ser arrendadas; asimismo, estarán exentas de tributo. Y agrega algo muy importante: se prohíbe la remoción o el traslado de su hábitat sin el expreso consentimiento de los mismos.
No se puede permitir que ellos y sus derechos sigan siendo masacrados.
El desalojo que tuvo lugar en Caaguazú masacró derechos consagrados por la Constitución Nacional; el Estado paraguayo eligió desahuciar a indígenas pobres, y es muy probable que en el futuro se venga otra condena en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pero a nadie le importa.
Antes del desalojo la comunidad mbyá de Hugua Po’i guaraní vivía tranquila, no tanto como sus ancestros antes de que llegara Alejo García en 1524, pero estaban mejor que hoy, al costado de una ruta asfaltada, viendo crecer las miles de hectáreas de sojales.
Estos hechos nos confirman una vez más que la tan mentada garra guaraní no la tiene un millonario vestido con la albirroja corriendo detrás de una pelota. La garra guaraní es la de este pueblo empecinado en sobrevivir al lento genocidio.