Ya sabemos que el “gracias” es una de las fórmulas de convivencia social más sencillas y efectivas, y hoy está de moda porque, debido a la psicología, sabemos que el viejo adagio de “sean agradecidos en toda ocasión” reduce el estrés e incluso se usa hoy como una herramienta terapéutica. Por ello existe una suerte de entrenamiento muy extendido sobre cómo saber sonreír y dar las gracias para sentir alivio y adaptarse.
Pero esas son razones de moda que pueden caer en un reduccionismo tal que lleve a los más incisivos y jóvenes de la aldea al rechazo por el manoseo meloso de una virtud tan esencial y antigua como lo es la gratitud.
Ser agradecidos implica una maduración personal y, al mismo tiempo, una simplicidad casi infantil. Es agradecido quien observa y se asombra, es agradecido quien comprende que no todo depende de uno y valora lo que le es dado, es agradecido el que estima lo que recibe y trata de corresponder a ese bien.
Para agradecer, primero hay que saber distinguir que no todo da igual y hay que saber salir de ese estado mental del “qué aburrido” y “ya otra vez” o “jeýma” asociados a un estado casi primitivo que convive dentro de las personas incluso con grandes saberes de tipo intelectual. Es decir, que incluso una persona culta o con experiencia de vida, puede no llegar a este nivel de humanidad que se llama ser agradecidos.
La gratitud es una virtud que no depende solo de conocer o de experimentar la vida, sino de captar el valor desde una perspectiva que podemos llamar de sana humildad, la cual no todos llegamos a alcanzar. Es decir, la gratitud depende también del reconocimiento de que nuestra finitud y limitaciones son sostenidas por una realidad positiva y por personas concretas que nos hacen bien.
Si la gratitud está de moda por razones terapéuticas, la humildad está algo dejada de lado, debido al uso abusivo o distorsionado del enfoque de derechos en nuestras relaciones interpersonales, entre otras razones. Si bien la justicia trae consigo la gratitud, para que ello ocurra debe haber un puente interior con la realidad llamado humildad.
A fin de año muchas personas suelen agradecer por la vida, por la familia, por la salud, por el trabajo, por la compañía… Es la otra pata de las fiestas de fin de año: primero la Navidad que, si le sacamos la cáscara comercial o consumista, es la fiesta del poder luminoso de la humildad, y luego la finalización agradecida de un año de labores y aprendizajes, y el recibimiento esperanzado de un tiempo nuevo. La fe lleva a la esperanza y la humildad lleva a la gratitud.
Para muchos es muy difícil agradecer de corazón porque no pueden distinguir ese bien en la realidad. O porque su experiencia ha sido dura, o porque su educación fue deficiente, o porque la alienación del voluntarismo reinante ha llegado a un punto tal que ya no permite más que encarar el mundo con soberbia y su consecuente cinismo y pesimismo.
Quienes hemos pasado por el estrés sabemos que “estar bien” es también una gracia, un don, no solo es fruto del esfuerzo personal o de la voluntad guiada por nuestro “pya’aguasu” o valentía. Pero, y esta es la novedad esperanzadora, quien ahora no pueda aún vivir de corazón ese sentimiento de gratitud o llegar a ese estado del ser agradecidos siempre, que no desespere ni se angustie en demasía porque el saberse necesitado ya es en sí un gran progreso, y porque este es un camino con luces y sombras, el cual requiere paciencia y un cierto sentido del humor que nos permita perdonarnos las tardanzas. Gracias a la vida que tenemos una gran escuela existencial en quienes han constituido el tejido moral de nuestra cultura, las mujeres paraguayas. Mirémoslas en sus impresionantes experiencias históricas que hubieran desanimado a cualquiera. Veamos en qué se apoyaron y cómo lograron dejarnos en pie, pese a las circunstancias tan adversas. Nunca olvidemos nuestras raíces y surgirá sin duda la gratitud. Ánimo a todos y feliz inicio de año.