En una conversación con un ex alto funcionario del gobierno anterior, cuando tocamos la necesidad de cambiar algunas prácticas naturalizadas tan presentes en el país, me dijo que de boca para afuera muchos dicen estar de acuerdo con eso, pero que a la hora de la verdad, incurren en ellas, sin empachos.
Hablamos de llamar al amigo que está en el poder para que muevan sus influencias y eviten que a uno le sometan a una prueba de alcoholemia, para zafar una multa por alguna infracción en el tránsito, o pedir un puesto, en lo posible en algunas de las binacionales (Itaipú y Yacyretá) para el hijo que acaba de culminar la secundaria y necesita trabajar o, de última, en algunas de las cámaras del Congreso, “aunque sea para cebar tereré a algún parlamentario”.
No en balde, el “plato volador”, como le dicen al edificio del Congreso, está atestado de “funcionarios” y ahora buscan la manera de agrandarlo.
Negarse a complacer los “pedidos” provocaría a la autoridad de turno como mínimo el ganarse la fama de “inútil” por no hacer valer su cargo a favor del correlí, además de la amenaza de que se le van a ir con la queja al presidente del partido, y la extorsiva advertencia de que en las próximas elecciones ya no contará con los votos porque le pasarán factura por “no saber mandar”.
Estas formas de concebir el servicio público perpetúan el prebendarismo, el nepotismo y fomenta el clientelismo político tan vigoroso hasta hoy en el Paraguay.
Entonces, mientras a la prensa no oficialista y a ciertos sectores más críticos y con un sentido de ciudadanía responsable escandalizan los obscenos privilegios que van generando en el sector público, una amplia mayoría no logra comprender, por qué tanta indignación hacia esas maneras de administrar el Estado y, mucho menos aún, no dimensiona la gran injusticia que entrañan tales prácticas en detrimento de otros compatriotas que al igual que los “hijos de…”, “las amantes de…” o los operadores políticos del movimiento oficialista en el poder tienen derecho de acceder a un empleo, según su formación.
Más dañino aún es todo esto cuando se extiende al ámbito privado. Es decir, cuando desde el Estado extienden sus redes de complicidad con el sector privado para ganar licitaciones, para negociados o para eludir el cumplimiento de las leyes. Un ejemplo al respecto es lo que pasa con algunas universidades privadas, varias de ellas convertidas en florecientes negocios en los que están metidos también políticos, y que registran un impresionante crecimiento en infraestructura, pero a la hora de fiscalizar la calidad académica y la aplicación de las normas laborales con sus docentes se hallarán escandalosos incumplimientos, entre ellos, el no pago de seguro social y aguinaldo a sus profesores.
¿Y qué hace el Ministerio del Trabajo? Buena pregunta. ¿Y por qué no denuncian los afectados?, y quizá porque temen que de nada servirá. Asumen que las instituciones se rigen por otras reglas que no son las que están escritas, pero sí están institucionalizadas y funcionan para quienes tienen el poder político o económico o ambos a la vez.
Igual ocurre con algunos sanatorios que pagan una miseria a los médicos recién recibidos o a las enfermeras, propiciados por las ineficientes instituciones de fiscalización y por la impunidad.
El país necesita cambiar de abajo para arriba, y de arriba para abajo. Normalmente en esto hay coincidencia de que alguna vez hay que empezar a romper con las distorsiones del poder y del sentido del servicio público que pervierten todo, alimentan las injusticias y perpetúan en el poder al mismo grupo que crea la enfermedad y te vende muy cara la medicación. Para cambiar se necesitaría una suerte de pacto social y que una mayoría empiece a ver lo que ocurre, tome conciencia de que para modificar conductas debemos empezar por nuestro entorno e intentar ser coherentes y honestos.