Uno de estos eventos se dio cuando encontró a un grupo de funcionarios frente a una fábrica instalada en el barrio: Eran tres a cuatro jóvenes, ya no tan jóvenes, que estaban compartiendo una ronda de tereré, con el tapabocas bajado hasta el mentón y con una sola bombilla. La llamada de atención de mi mamá le remontó a sus años de maestra de colegio secundario, no solo por la firmeza de sus palabras, sino también por la rapidez y total aceptación con que los reprendidos hicieron caso a la orden de distanciarse y no volver a mostrar una conducta tan irresponsable en tiempos de pandemia.
La sorpresa ante el cumplimiento de unas reglas y la exigencia a ceñirse a ellas –en una cultura fácilmente proclive a pasar por alto desde las más básicas normas de convivencia social hasta la “viveza” inextirpable de la evasión de impuestos– nos llama a la reflexión respecto a las oportunidades que pueden abrirse para el cambio, con esta sufrida y aparentemente interminable emergencia sanitaria.
La interrogante sobre los motivos que condujeron a la rápida corrección de la conducta que llevaba aquel grupo de funcionarios tuvo una fácil respuesta: La comprensión de la razón por la cual se deben cumplir las reglas y la vergüenza de quebrantarlas en momentos en que tantas personas se esfuerzan por cumplirlas. Ningún descubrimiento sensacional, pero que no es tan frecuente como debería serlo, lastimosamente.
La pregunta que ahora se instala es, ¿por cuánto tiempo más será así de fácil acatar con naturalidad el cumplimiento de las reglas de distanciamiento e higiene, en un escenario en que un importantísimo agente –el Gobierno– sigue sin poner de su parte para garantizar la salud de la población?
Lejos de dar el ejemplo para acrecentar el malestar que debería generar la violación de las normas, la incapacidad que sigue demostrando la administración del Estado para poner al país en un nivel mínimamente aceptable en su sistema de asistencia sanitaria –a más de tres meses del inicio de las restricciones– genera inclusive el peligro de que la ciudadanía se desapegue más y más del cumplimiento de las medidas de prevención del nuevo coronavirus.
¿De qué sirve todo mi sacrificio, para qué perdí mi fuente de ingresos o por qué tengo que seguir sin reunirme con mis familiares y amigos, si los hospitales siguen igual de frágiles y la corrupción sigue enriqueciendo a los mismos ladrones de siempre? Esta reflexión puede empezar a apoderarse de una ciudadanía muy agotada por años de saqueo y ya harta de que sus esfuerzos se vean entorpecidos por un sistema que sigue dejando impunes a quienes tanto daño hicieron y siguen haciendo.
Este inevitable desaliento no nos debe llevar a abandonar los cuidados de higiene y distanciamiento a los que muy eficientemente nos fuimos acostumbrando. Al contrario, lavarnos las manos, evitar los abrazos, usar –bien– los tapabocas, no compartir el tereré y todas las demás prácticas individuales y comunitarias son el único frente de batalla para combatir al virus en nuestro país.
Pongamos nosotros el ejemplo, como ciudadanía, de que es posible actuar con consciencia, al tiempo que sigamos denunciando y reclamando al Gobierno para que al menos sientan esa vergüenza de estar traicionando de manera tan vil el sacrificio de todo un pueblo.
La reducida cantidad de casos y fallecidos por Covid-19 en Paraguay, en comparación con otros países de la región, nos muestra que nuestros esfuerzos dan resultado. No renunciemos a la posibilidad de que este éxito también se alcance para combatir a la corrupción.