Ike fue el gran aglutinador de nuestra promoción de médicos de 1979. Era quien organizaba los encuentros anuales, las acciones de solidaridad y el grupo de WhatsApp que nos mantuvo unidos. Todo lo hacía con entusiasmo, con una sonrisa diáfana y desprovista de maldad. Le decíamos “Pequeño”, porque era el de menor edad en nuestro curso, pero, a la vez, el más corpulento. Tanto que, en 1977, sin ser ovetense integró la selección de básquetbol que ganó el único título a nivel nacional que ostenta Coronel Oviedo.
Su experiencia médica había comenzado en Caazapá, durante el internado rural, esa desafiante pasantía de tres meses que los médicos recién recibidos hacían en el interior. Allí realizó su primera apendicectomía, con cloroformo como anestesia. Desde entonces, supo que sería cirujano. Aprendió el arte en la Sala X (Diez) del Hospital de Clínicas con maestros como Silvio Díaz Escobar, René Recalde, Roque Duarte, Pedro Federico Guggiari, Isaac Benito Frutos y Aníbal Estigarribia. Más tarde se decantó por la urología e hizo la residencia en el IPS. Ya casado con Kitty, y con una hija, perfeccionó su especialización en Sudáfrica, durante nada menos que siete años.
A su retorno, desplegó una actividad incansable. Fue jefe del Servicio de Urología del Hospital Nacional de Itauguá, docente en varias universidades, gerente de Salud del IPS, presidente de la Caja Médica y de Profesionales Universitarios y un respetado profesional que ocupó la presidencia de la Sociedad Paraguaya de Urología durante muchos años.
Ike fue un hombre recto, confiable y preocupado por lo social. Por eso, participaba como panelista de programas radiales y televisivos, en los que su opinión siempre era acertada y mesurada. Se fue cuando aún podía darnos mucho más, pero con la serenidad de haber honrado la vida.
Carlín nos dejó siendo más joven. Cautivaba por su mente brillante, que le permitía tener una respuesta aguda e irónica a todas las dudas que la realidad cotidiana planteaba. Él podría decir, como el dramaturgo Terencio, que nada de lo humano le era indiferente. Era un hombre culto con gran sentido de justicia social.
Sus compañeros de facultad lo recuerdan como el indiscutido delegado de curso, con una capacidad de liderazgo y conciliación insuperables. En el segundo curso de la carrera enfermó gravemente de una dramática encefalitis, de la cual se recuperó milagrosamente, aunque perdió el año de estudios. Pero ese inconveniente sirvió para que sean dos, y no solo una, las promociones que disfrutaran de su bonhomía y cariño.
Intentó ser cirujano en la Sala IV (Cuarta) donde era instructor su padre, pero pronto se dio cuenta que aquello no era lo suyo. Se volcó al estudio de la salud pública y a la administración hospitalaria. Se convirtió muy rápidamente en el director más joven que tuvo el Hospital de Clínicas, lugar desde donde impulsó una modernización informática sin dejar de buscar respuestas cálidas y humanas a las múltiples necesidades que se viven allí.
Carlín trabajó después en el Centro de Información y Recursos para el Desarrollo (CIRD), donde su contribución en muchos aspectos de la planificación sanitaria, la capacitación de profesionales y el diseño de mejores redes de servicio lo convirtieron en un referente nacional. Pero casi no hablaba de ello, porque era demasiado humilde. Nuestro paupérrimo y sectario sistema de salud podría haberlo aprovechado mucho más. Si hubiera podido leerla, Carlín se reiría de esta afirmación y me contestaría con alguna frase extraída de su arsenal de ironías sutiles.
La vida sigue, es cierto. Pero se vuelve más difícil sin las risas y los ejemplos de Ike y Carlín.