El miércoles último compartí un panel sobre el impacto de la inseguridad en la economía paraguaya, invitado por la Cámara Paraguaya de Comercio Paraguay Brasil. Es importante debatir sobre las causas de la creciente inseguridad, las debilidades institucionales que tiene nuestro país para combatirlas de manera efectiva y las reformas necesarias para alcanzar estándares mínimos de seguridad tanto física como jurídica, las cuales son factores fundamentales para un desarrollo económico y social sostenido.
A nuestros problemas endémicos de contrabando, evasión impositiva, usura, corrupción pública, etc., en la última década se han sumado y expandido otros graves delitos como el secuestro extorsivo, el narcotráfico y, con este último, el sicariato. Sendas organizaciones criminales locales y regionales están instaladas en muchas ciudades importantes de nuestro país. El reciente atentado en un espectáculo musical en San Bernardino fue la señal más concreta del avance de la inseguridad ligada al crimen organizado, donde una persona inocente y de bien perdió la vida y otras fueron heridas.
La inseguridad jurídica y física incrementa sustancialmente el riesgo de realizar negocios en un país. Para compensar este mayor riesgo, los inversionistas tanto individuales como empresariales exigen una mayor tasa de rentabilidad, lo cual limita los negocios viables. Al haber menos negocios viables, se reduce la inversión privada tanto local como extranjera, lo que a su vez resulta en menor crecimiento económico, poca generación de empleos de calidad, estancamiento en los ingresos y un elevado nivel de informalidad y pobreza estructural. Además, esto se convierte en un círculo vicioso, porque la creciente pobreza estructural es un caldo de cultivo para mayor inseguridad, con lo cual se reproduce el modelo y con el tiempo va aumentando el riesgo de convertirnos en un país inviable. Esto último se evidencia cuando los jóvenes, los emprendedores y los trabajadores de mayor capital humano empiezan a migrar masivamente a otros países.
La organización de la sociedad ha evolucionado para garantizar la seguridad jurídica y física, creando reglas de cumplimiento obligatorio, instituciones encargadas de velar por ellas y de aplicar los castigos para aquellas personas u organizaciones que las violen. Nosotros las tenemos creadas, al igual que todos los países del mundo: Tenemos leyes y códigos, un Poder Judicial independiente con una Corte Suprema de Justicia, jueces en distintas jurisdicciones, un Ministerio Público, un Ministerio del Interior encargado de las políticas de seguridad, la Policía Nacional, la Senad, etc. Sin embargo, como los hechos nos han demostrado en los últimos años, la corrupción se ha vuelto sistémica en nuestro país, permeando incluso las instituciones encargadas de controlar, de aplicar la ley y de impartir justicia. Se ha infiltrado hasta en las instituciones políticas como los partidos políticos y las cámaras del Congreso, donde reside finalmente el control de la sociedad a través de sus representantes. Como ejemplo podemos mencionar: Policías que falsean datos en prontuarios de delincuentes o que proveen documentos de identidad falsos; ex miembro de la Corte y ex fiscal general procesados por corrupción; ex senador ya fallecido que como presidente del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados presionaba a fiscales y jueces para influenciar en procesos judiciales; etc. La corrupción inmoviliza a las instituciones encargadas de velar por la seguridad y de aplicar la ley. Si estas instituciones fallan, falla el sistema por completo, impera el crimen y la impunidad y el país se vuelve inviable. En este camino estamos.
La situación es grave y requiere un cambio radical. Si las autoridades de los tres poderes del Estado, los líderes políticos, empresariales y sociales no dimensionan esta realidad y actúan en consecuencia implementando las reformas necesarias, serán los responsables de inviabilizar nuestro país a mediano plazo. Como ciudadanos, en las próximas elecciones generales tenemos la obligación de elegir mejores representantes en el Congreso, en el Poder Ejecutivo y en las gobernaciones, gente de bien y honesta, que impulsen los cambios legales y asignen los recursos necesarios para cambiar esta realidad.