La estancia Allaité, ubicada en Sierra León, en el distrito de Bahía Negra, en el Alto Paraguay, había sido intervenida en 2022 por agentes de la Secretaría Nacional Antidrogas, aunque volvieron a operar como base para el acopio de drogas provenientes de Bolivia, según afirmaciones del director policial del Departamento de Alto Paraguay.
Hace unos días, el establecimiento ha vuelto a ser noticia cuando fue intervenido nuevamente. Fueron detenidas diez personas, de las cuales fueron incautados dos fusiles AR47 y una avioneta Cessna. En el sitio habían encontrado una pista clandestina, que, según la Policía, habría pertenecido a la estructura liderada por el supuesto narcotraficante uruguayo Sebastián Marset y al presunto líder de tráfico de drogas, Miguel Ángel Insfrán, alias Tío Rico. Y, en otra señal de la “normalidad” de nuestro país, una vez que se retiraron los intervinientes, los presuntos narcotraficantes regresaron, armados con fusiles, y amenazaron al peón de estancia que se encontraba trabajando en un tractor para destruir la pista clandestina.
Puede parecer un incidente aislado, pero está muy lejos de serlo realmente. No es una anécdota, sino una comprobación de la manera en que opera el crimen organizado en el país, una delincuencia que acampa a sus anchas y se aprovecha de la tremenda debilidad de nuestras instituciones.
Es insólito que un país no cuente con radares para monitorear la actividad en su espacio aéreo, pero es el caso de nuestro país. Hasta el año 2017 contaba con dos radares 3D de las Fuerzas Armadas para detectar vuelos ilegales, pero desde entonces carecemos de control del espacio aéreo en el territorio nacional. El dato había sido confirmado hace unos meses por el general de División Aeronáutica de las FFAA, Julio Rubén Fullaondo, en una entrevista con Monumental 1080 AM, cuando explicó que los equipos adquiridos en el 2011, con un alcance de 50 millas, que son unos 80 kilómetros, se encuentran inactivos. Con ese único radar, el territorio paraguayo está monitoreado solo un 3%.
Hace ya casi tres años se produjo el operativo A Ultranza PY, que desnudó el alto nivel de permeabilidad del narcotráfico en las esferas del Estado. Ese esquema, que involucraba a traficantes, lavadores de dinero con empresas de fachada y que comprometía a políticos, funcionarios, proveedores del Estado, parlamentarios y hasta a un pastor evangélico que se dedicaba al blanqueo de capitales, ha quedado expuesto pero impune. Cayeron un par de nombres, como del diputado colorado Juan Carlos Ozorio, vinculado a los hermanos Miguel Insfrán y al pastor José Insfrán, este blanqueaba capitales por medio de su congregación.
Aparecieron otros nombres, como el del actual senador de la República Erico Galeano, quien fue vinculado con el caso A Ultranza, por posibles conexiones con lavado de dinero. Galeano fue electo senador en abril pasado, y está imputado por presunto lavado de dinero y asociación criminal. Tras una serie de chicanas judiciales fue beneficiado con arresto domiciliario para poder sesionar en el Congreso Nacional.
En estos operativos también se hizo conocido otro personaje: Sebastián Marset, quien según la Fiscalía sería el líder de una estructura criminal de narcotráfico y lavado de dinero, que enviaba cocaína con destino a puertos de Europa y África. Actualmente prófugo de la Justicia, hace unos meses Marset dio una entrevista a un canal uruguayo; nuestras autoridades dijeron desconocer la ubicación de Marset o el lugar donde tuvo lugar la reunión, pues no existe posibilidad de rastrearlo.
Así, mientras el país se convierte en un valioso hub empresarial por donde se pasean y negocian a gusto traficantes de drogas, armas y contrabandistas, el Estado se muestra absolutamente incompetente.