El asalto a las sedes del Parlamento, la Presidencia y la Corte Suprema se saldó con una nueva demostración de fuerza de todas las instituciones, que respondieron con una sola voz ante los actos “terroristas” y “golpistas” del 8 de enero en Brasilia.
Fueron cuatro horas de caos, pillaje y vandalismo en el corazón de la democracia brasileña.
“Es un episodio de proporciones inéditas en la historia de la política brasileña”, afirma a EFE el politólogo Rogério Arantes, profesor de la Universidad de São Paulo (USP) especializado en constitucionalismo.
UNIDAD INSTITUCIONAL. Con apenas una semana en el poder, Lula actuó de forma quirúrgica para acabar con una insurrección que dejó 1.500 detenidos y una imagen exterior muy negativa.
Decretó la intervención federal en el área de seguridad de Brasilia y organizó reuniones de urgencia con los jefes de los poderes Legislativo y Judicial y con los 27 gobernadores del país. Prácticamente todos asistieron, incluidos los alineados con el ex mandatario Bolsonaro.
Y si el domingo los golpistas subían la rampa del Palacio de Planalto –sede del Gobierno– y destruían todo lo que encontraban a su paso. El lunes, Lula la bajó agarrado del brazo de los jueces del Supremo, los ministros de su Gobierno y los gobernadores regionales.
El Estado de derecho frente a la barbarie. Esa marcha simbólica acabó en la sede del Supremo, donde se registraron los mayores daños.
MÁS LEGITIMADO. Para Marco Teixeira, profesor de Ciencia Política del centro de estudios Fundación Getulio Vargas (FGV), Lula sale fortalecido y “con más legitimidad” al posicionarse como contrapunto de un bolsonarismo “nítidamente aislado”.
Aunque la crisis no acaba en el frustrado golpe del domingo. El bolsonarismo más radical ha mostrado músculo en la calle.
En los días siguientes a la victoria de Lula en las elecciones de octubre, miles de bolsonaristas bloquearon cientos de carreteras y levantaron campamentos a las puertas de los cuarteles que se mantuvieron hasta este lunes, cuando el Supremo ordenó su desmantelamiento.
Durante los dos meses que estuvieron en pie, en medio de la anuencia del Ejército, circuló la desinformación, el fanatismo, y las teorías conspiratorias.
Incluso llegaron a colocar un explosivo en un camión cisterna cerca del aeropuerto de Brasilia, en vísperas de la investidura de Lula.
Fue el caldo de cultivo que desembocó en el intento de golpe de Estado, dentro de un contexto de altísima polarización que se vio de forma clara en la segunda vuelta de las presidenciales, que Lula venció por apenas 1,8 puntos sobre Bolsonaro (50,9% -49,1%).
El dirigente progresista asumió el compromiso de “pacificar” el país, aunque para Arantes tendrá “grandes dificultades” para alcanzar ese objetivo debido a la imperante división política.
Además, subraya que mientras que no se desarticulen las redes de financiación de esos grupos golpistas, “el país está sujeto a nuevas embestidas” como la del 8 de enero.
ENTRE LA ESPADA Y LA PARED. Sin embargo, al mismo tiempo que mostró capacidad para movilizarse, el bolsonarismo radical restó su espacio en el ámbito institucional y ha dejado a Bolsonaro entre la espada y la pared.
El capitán retirado salió con un enorme capital político de las elecciones, pero su marcha a Estados Unidos el 30 de diciembre sin boleto de vuelta, y su tibio rechazo al vandalismo vivido en Brasilia socavan sus opciones de liderar la oposición, según los analistas. Además, la derecha moderada tampoco “va a querer tener a Bolsonaro como su líder”, pues reduciría su espectro electoral, según Arantes. Varios de sus aliados ya se han distanciado, entre ellos el gobernador de São Paulo, Tarcísio de Freitas.
“Nadie quiere pasar a la historia como un golpista”, sentencia Teixeira.