Hasta hace apenas dos años, muchos secretos del cosmos permanecían ocultos para los astrónomos, pero la llegada del telescopio espacial James Webb, construido por la NASA, la agencia espacial europea (ESA) y la agencia canadiense (CSA), ha cambiado el rumbo. Esta maravilla tecnológica ha abierto una nueva era en la investigación astronómica.
El telescopio, que opera en el infrarrojo, puede ver objetos fríos, muy lejanos u ocultos tras el polvo, lo que le permite observar el universo primitivo y ver objetos tan antiguos como el agujero negro que acaba de descubrir una colaboración de científicos liderados por el astrofísico Roberto Maiolino, de la Universidad de Cambridge (Reino Unido).
Los resultados de la investigación, que se han publicado este miércoles en la revista Nature, son —según Maiolino— “un gran paso adelante”.
De entrada, la existencia de este agujero negro sorprendentemente masivo —unos cuantos millones de veces la masa de nuestro Sol— en una época tan temprana del universo desbarata las teorías sobre la formación y crecimiento de estos objetos.
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Su origen, un misterio
Los astrónomos creen que los agujeros negros supermasivos, que se encuentran en el centro de galaxias como la Vía Láctea, tardaron miles de millones de años en alcanzar su tamaño.
Según los modelos estándar, estos objetos se forman a partir de los restos de estrellas muertas, que colapsan y pueden formar un agujero negro de unas cien veces la masa del Sol, pero —según esta teoría— el joven agujero negro recién descubierto tardaría unos mil millones de años en alcanzar su tamaño actual, pero el universo todavía no tenía mil millones de años cuando se detectó.
“Es muy temprano en el universo para que haya un agujero negro tan masivo, así que hay que considerar otras formas en que podrían formarse”, explicó Maiolino, del Laboratorio Cavendish de Cambridge y el Instituto Kavli de Cosmología.
Los investigadores opinan que este agujero es tan grande que tiene que haberse formado de otra manera: podría haber “nacido grande” o devorar materia a un ritmo cinco veces mayor de lo que se creía posible.
“Las galaxias muy primitivas eran extremadamente ricas en gas, por lo que habrían sido como un bufé para los agujeros negros”, sugiere el investigador.
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Engullir a su anfitriona hasta la muerte
Igual que otros agujeros negros, este joven agujero negro crece devorando el material de su galaxia anfitriona, pero es mucho más voraz que otros agujeros de épocas posteriores.
La joven galaxia anfitriona, llamada GN-z11, resplandece por la presencia del agujero enormemente energético que alberga en su centro.
Esta galaxia es compacta —unas cien veces más pequeña que la Vía Láctea—, pero los astrónomos creen que el agujero negro esté causando su muerte.
Cuando los agujeros negros consumen demasiado gas, lo empujan como un viento ultrarrápido. Este “viento” podría detener el proceso de formación estelar, matando lentamente a la galaxia y también al propio agujero negro, que se quedaría sin ‘alimento’.
Para Maiolino, este emocionante descubrimiento se debe al James Webb, que ha abierto “una nueva era” en la observación astronómica. “El enorme salto en sensibilidad, especialmente en el infrarrojo, es como pasar del telescopio de Galileo a un telescopio moderno de la noche a la mañana”, asegura.
“Antes de que Webb entrara en funcionamiento, pensaba que quizá el universo no era tan interesante cuando se iba más allá de lo que podíamos ver con el telescopio espacial Hubble. Pero no ha sido así en absoluto: el universo ha sido bastante generoso en lo que nos muestra, y esto es solo el principio”, resalta.
Maiolino confía en que con su sensibilidad, el Webb podrá encontrar agujeros negros aún más antiguos en los próximos meses y años y desentrañar las dudas sobre formación de estos objetos.
Fuente: EFE.