Por Mario Rubén Álvarez - alva@uhora.com.py
El historiador Justo Pastor Benítez, quedando corto, dijo de él que era “un libro abierto”. Solo cuando expresó que llevó “una vida novelesca” lo retrató de manera más real.
Ese era Juan Silvano Godoy o Godoi, porque él cambió la y griega por la i latina.
No es mi intención hurgar en la vida “de película” que vivió, sobre todo después de la conjura que terminó en el asesinato del presidente Juan Bautista Gill, en 1877. Sí bucear en su relación con el arte y su anclaje en el presente.
Aquel episodio de violencia en tiempos de violencias, lo llevó a la Argentina. Aquí cabe el refrán que no siempre está cargado de tanta verdad como se pretende: no hay mal que por bien no venga. Gracias a que puso pies en polvorosa y evitó la bala de la venganza -cosa de todos los días entonces-, con el tiempo, el Paraguay ganó con su huida.
En Buenos Aires -donde vivió 18 años corridos- no solo acopió fortuna material, sino también conocimientos que lo volvieron un hombre culto. Lo primero puso al servicio de lo segundo.
El episodio de la compra de una pintura de Santiago Rusiñol retrata su espíritu casi tan bien como lo hizo el peruano Teófilo Castillo de su adusto aspecto exterior.
Juan Silvano había decidido agregar a su colección uno de los cuadros de aquel español que exponía en Buenos Aires. Eligió “Calvario de Sagunto”, un óleo sobre tela de 1,14 x 1,40. Su precio: 8.000 pesos.
Godoi le dijo al pintor que no disponía de esa suma, pero sí de una casa. El artista aceptó el trueque. Cuando vendió el inmueble, le pagaron 20.000 pesos. Noble como era, por lo visto, le propuso a Juan Silvano devolverle el “vuelto” de 12.000 pesos. Godoi, muy Godoy como era, le dijo que no. “Trato es trato”, fue su respuesta.
Los cuadros que de ese y quién sabe qué otros modos “novelescos” adquirió, están y pueden verse en el Museo Nacional de Bellas Artes, que vive hace un año casi perdido en una casa alquilada de Eligio Ayala 1345 casi Pa’i Pérez, en medio de sanatorios.
Allí las obras de Berisso, Bonchard, Da Ré y Pogna comparten los salones con las de Alborno, Da Ponte, Andrés Campos Cervera y Colombo.
Así como en los espacios se intuye la presencia de aquel hombre que debajo de la levita portaba siempre un revólver, es posible también adivinar la mano de Carlos Colombino en lo que es hoy el Museo Nacional de Bellas Artes.
Ojalá pronto se construya su proyecto arquitectónico en el Parque del Bicentenario. Solo entonces el Museo tendrá su propia casa, para albergar las obras de la colección Godoi -incluyendo sus fantasmas- y de otros pintores.