Si algo espanta de la cultura de la negación y de la cancelación que se está introduciendo en nuestro ambiente es que justifica la violencia en nombre de la no violencia, y que justifica la injusticia en nombre de la justicia.
Así, para no violentar la “voluntad popular” se pide violentar las instituciones; para no violentar a las mujeres se pide violentar la igualdad ante la ley (que justamente es la que garantiza la igualdad de oportunidades de varones y mujeres); para no violentar la sexualidad de los niños se promueve el porno-adoctrinamiento de género que violenta la personalidad, el pensamiento y la conducta; para no violentar planes se violenta la patria potestad; para no violentar a manifestantes se violenta el libre tránsito y la libertad laboral del resto; para no violentar la sensibilidad de los autoengaños personales se violenta la enseñanza sesgándola de contenido valioso; para no violentar la diversidad cultural se niega la identidad cultural a toda una generación; para no violentar las relaciones internacionales se violenta la soberanía; para no violentar los derechos humanos de los criminales se violentan los derechos humanos del resto de la población; para no violentar la libre expresión de unos se violenta la libertad de conciencia de los otros; para no violentar a los adolescentes se violenta a sus padres y para no violentar a los adultos productivos se violenta a los ancianos considerados improductivos, y así podemos seguir... Está de moda la hipocresía, el bien sonar, el bien decir, pero que lleva a la par una justificación impúdica del mal obrar, sobre todo con la manipulación lingüística y mediática que humilla y lleva al escarnio público al disidente de la larga cadena trófica que genera poder y dinero a una minoría ruidosa con la imposición de una nueva ética de lo políticamente correcto a una mayoría silenciosa y desprevenida. Una corrección política que intenta penetrar desde el poder, si le es posible, hasta lo más sagrado de las personas, sus fueros internos.
Cada vez se habla más de violencia, se legisla sobre violencia, se extienden burocracias y se amplían presupuestos que viven de que exista esa violencia que dicen querer erradicar a fuerza de conceptos y redefiniciones, pero a la vez nunca antes se han censurado tanto las fuentes naturales de moralidad que permitirían avanzar progresivamente hacia un estilo de relacionamiento menos violento.
Es verdad, tenemos arraigado en el corazón humano el deseo de justicia y restitución. Pero justicia es dar, no solo esperar recibir, es deber, es virtud que implica trabajo personal de autodominio, la justicia implica reconocer una verdad cuando está ante nosotros y ser capaces de renunciar a la mentira para conseguir un objetivo. No hay justicia sin verdad y sin aspiración profunda a la paz que es armonía, no conflictuidad permanente. En nombre de la justicia colectivos criminales secuestran y matan a personas inocentes; en nombre de la justicia colectivos sociales justifican sus mentiras en abultamiento de estadísticas que les favorecen para implantar sus ideas y acciones; en nombre de la justicia se distorsiona la lectura de los hechos y se instalan clichés que favorezcan prejuicios e ideologías.
Y no contentos con hacer del linchamiento verborrágico, engañoso y petulante un modo de convivencia, los linchadores de guantes blancos se encargan de adiestrar a los jóvenes a encarar así su vida familiar, escolar y social. Siempre listos para victimizarse y ganar, ganar y nunca dejarse educar por la realidad, lo cual implicaría un inteligente acto de humildad, de reconocimiento de los propios errores y de las propias falencias.
Es hora de distinguir y diferenciar lo que es de lo que no es justicia. Y hay que pasar a esta generación la llama viva de nuestros valores más genuinos, incluso con el riesgo de ser transparentados en nuestras incoherencias, porque de la incoherencia se puede rectificar, pero del atontamiento y la manipulación de masas es difícil despertar. Por nuestros hijos vale la pena ese esfuerzo.