HENRY KISSINGER
El 29 de noviembre pasado, murió a los 100 años el ex secretario ejecutivo de los Estados Unidos, Henry Kissinger.
Una mañana de sábado de 1999, solo seis o siete personas habíamos ido a la oficina de una oenegé en Luque para participar de una charla con la escritora argentina Stella Calloni. A pesar de que estaba en Paraguay esencialmente por su trabajo de investigadora periodística y activista por los derechos humanos, quiso juntar fuera de programa en una tertulia más distendida a jóvenes con los que quería compartir una faceta suya menos conocida: La de cuentista.
No recuerda nada este cronista de El hombre que fue yacaré, el libro del cual ella habló y leyó un cuento aquella vez. Sin embargo, todavía relampaguean en la memoria retumbantes –dichas después de las preguntas sobre sus investigaciones, sentado el auditorio alrededor de una larga mesa, ella ubicada en un extremo– las palabras que dedicó al fallecido Kissinger: “Simplemente, un hijo de puta. El más grande de todos”.
Progresivamente, mientras iba inventariando las responsabilidades del diplomático norteamericano en las dictaduras de los años 70 en el Cono Sur (principalmente la de Augusto Pinochet en Chile), o sea, en la desaparición y muerte de amigos suyos que citó uno a uno como en una letanía, el rostro de Calloni se fue poblando de las más gruesas lágrimas que recuerdo haber visto: Se derramaban de sus ojos celestes como antiguos espasmos de un dolor gordo y transparente, todavía vivo.
DONALD SUTHERLAND
El 24 de junio pasado, falleció a los 88 años el actor canadiense Donald Sutherland.
Actor no siempre “brillante” en el sentido del oropel hollywoodense, pero siempre inteligente para encarar sus papeles (demasiado tal vez para una Academia que solo lo premió honoríficamente, hace pocos años), tenía, sin embargo, la potencia inolvidable de un rostro profundamente ambiguo en el que se basaba gran parte de su tremenda efectividad como actor, sobre todo en los años 70.
De su extensa filmografía (podría hablar también de su correctísimo trabajo menor en Doce del patíbulo o de sus más inspirados en MASH, de Robert Altman y Klute, de Alan Pakula) elijo tres papeles suyos que considero de especial actualidad, a pesar de sus diferencias y precisamente por esa versatilidad que caracterizó a Sutherland: Novecento (1976), de Bernardo Bertolucci, La invasión de los ultracuerpos (1978), de Philip Kaufman y Gente corriente (1980), de Robert Redford.
En la primera, es un fascista demasiado creíble que pasea un desembozado sadismo de playboy por la campiña italiana; en la segunda, es un inspector sanitario que descubre que los humanos están convirtiéndose en meros huéspedes de parásitos alienígenas; en la tercera, es un padre de familia de clase media que busca desviar con falsa alegría una enorme tragedia familiar.
En Novecento, tiene el imperio de los hedonistas prepotentes que abundan hoy, abrumadoramente indolentes; en La invasión de los ultracuerpos (que vimos con mi hijo menor hace poco tiempo, deslumbrados) concibe una de las escenas finales más ominosamente inolvidables de la historia del cine; y en Gente corriente es la suma de su arte: Un papel secundario que –junto al premiado, debutante y principal Timothy Hutton– podría haberle dado perfectamente un Oscar basado en la sola gestualidad metamórfica que va tomando su personaje a través de un rostro perdurable por verosímil, a medida que la asunción de la tragedia se vuelve culpa y dolor.
Gran actor y, además, visible desafecto a la exclusividad manifiesta y creciente de Hollywood por lo políticamente correcto, con Sutherland se va otro pedazo actoral de la generación, quizá, más salvaje de la industria norteamericana en la segunda mitad del siglo XX, entre los que ya quedan pocos y gloriosamente vivos.