23 nov. 2024

Kurusu jegua

El 3 de mayo se celebra desde antiguo la costumbre de “exaltar la cruz” con adornos de chipa y maní en entretejidos ornamentos hechos de palma, laurel, tacuara y otros elementos alrededor del símbolo cristiano, al que se le acercan velas en doble función de mostrar su luz y su gloria, asociados a la persona de Jesús, quien la cargó por amor.

En realidad, la cruz sin el uso redentor que le dio Jesucristo, es considerada una necedad para los cristianos, tanto como para todo el que goce de salud mental. Sufrir por sufrir no tiene sentido. Pero lo que se celebra en esta fecha es este camino, digamos así, pedagógico, que nada tiene que ver con el masoquismo, y que, practiquemos o no la religión, tiene signado nuestro marco cultural, con una gran carga simbólica, la cual es interesante redescubrir.

A diferencia de la tan de moda filosofía estoica, que pretende alcanzar la tranquilidad (imperturbabilidad o ataraxia) por el camino de la indiferencia a las comodidades materiales y el voluntarismo, el cristianismo feliz reconoce que la luminosidad o gloria de la cruz está en la persona que la lleva por amor, elevándose por encima del racionalismo e inmersa en la profundidad del misterio de la vida que nos la pone en varios puntos de la existencia.

Sin duda, la vida nos trae belleza, alegrías, bondad, estupor ante sus maravillas, pero también penas y asperezas que, asumidas con valor, llegan a convertirse en aprendizajes y dan frutos de madurez personal y social.

La cultura posmoderna actual, empero, siguiendo los pasos de Nietzsche, se espanta de los sufrimientos de la vida, le niega cualquier trascendencia y pretende cancelarla con su voluntad. Rechaza de plano todo dolor, incluidos el de la enfermedad y la muerte, la cual es maquillada y ocultada con alienaciones.

En su Manual de supervivencia para la batalla cultural, el escritor y guionista español Diego Blanco nos introduce por una ventanita de la cultura cancelatoria actual y nos habla de la necesidad de repensar en la educación ante la distopía alienante social y cultural. Recuerda un juego llamado El pueblo duerme, diseñado por el profesor de Sicología ruso Davidov Dimitri para enseñar cómo funcionaba un totalitarismo: en un círculo el grupo recibe órdenes de cerrar y abrir los ojos, por parte de un narrador y unos fungen de lobos que se comen a las ovejas, cuando estas cierran los ojos. El narrador es el que marca el guion de lo políticamente correcto al grupo, el cual, a su orden, cierra o abre sus ojos a la realidad; los lobos son los encargados de castigar o cancelar a los que se salen de esa narrativa del poder y luego está la gente del pueblo que duerme y es atacada por los lobos. La única manera de ganar el juego es desobedeciendo al narrador y abriendo los ojos sin su permiso. Luego de recordar las premonitorias obras 1984, Un mundo feliz, Farenheit 451…, el escritor propone enfocarnos en educar “héroes” que se liberen de “la cárcel sin muros” del sistema actual, donde vivimos “esclavos del entretenimiento” y evadidos. Es necesario recuperar, dice, la razón y la imaginación, también la tutoría de quienes tienen más experiencia y bondad, la amistad verdadera, la vida comunitaria y el sentido trascendente del sacrificio.

Aquí es donde Paraguay tiene algo o mucho que decir, debido a su historia con pasajes trágicos y gloriosos, y su riqueza cultural vívida. Y viene a cuento de todo lo descrito por Blanco, que para celebrar la resurrección, el bien mayor o la felicidad, nosotros nunca hemos rechazado el camino de la cruz, de la dificultad o del sacrificio. Es más, nosotros a la cruz la rebautizamos en guaraní, la adornamos con rica chipa y la asumimos en comunidad con un día festivo, con buen humor. No dejemos que nos achiquen los que deambulan sin rumbo por el oscuro sendero de la normalización del mal en nombre del “no sufrimiento”. Estamos a tiempo de recuperar lo mejor de nuestra cultura para enfrentar los desafíos de hoy, abiertos a la vida.

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