Está a punto de ser presidente del Brasil y todo parece una broma macabra. Jair Bolsonaro fue durante 28 años un oscuro diputado federal que pasó por cinco partidos diferentes. Es un capitán retirado que expresó su admiración a la dictadura militar, defendió el uso de la tortura, vistió remeras que identificaban el Día Internacional de los Derechos Humanos como el día de los vagabundos y aseguró que, si fuera electo, todos tendrían un arma de fuego en la casa.
Montado en frases denigrantes contra las mujeres, los negros, los indígenas y los homosexuales, este bizarro candidato aparece como favorito en todas las encuestas de las elecciones de mañana. Ha llegado allí sin grandes alianzas, con poco tiempo mediático de exposición, sin invertir montañas de dinero y casi sin hablar de sus planes para salud y educación. Sin embargo, los que más lo apoyan son los votantes de mayor nivel educativo, los de las franjas adineradas y los más jóvenes.
Con tantas posturas extremistas, no extraña que haya un cúmulo de analistas preguntándose los motivos de su popularidad. Las hipótesis son múltiples, pero nadie deja de remitirse a la ola conservadora que recorre el mundo y que se resume en el rechazo económico y político a la globalización, lo que ya había fortalecido las candidaturas nacionalistas y xenófobas como la de Trump. En el escenario local es evidente la deslegitimación de la clase política tras los escándalos de corrupción y el proceso de la Operación Lava Jato. Pese a ello, Lula hubiera podido ganar con facilidad estas elecciones si pudiera competir. Su ausencia abrió la brecha para que crezca una figura marginal.
Solo que Bolsonaro no solo es marginal, sino una sombría caricatura del pensamiento derechista y racista de la clase media brasileña. Ese sector conservador al que le indigestaba el acceso de los pobres a mayores derechos y consideraba a los subsidios sociales como “populistas”.
Bolsonaro es tan simple como vacío. Frente al miedo, policías más duros. Frente al caos, la familia tradicional. Frente a las críticas, la victimización. Las redes sociales construyeron un creativo y mentiroso discurso, sostenido por miles de fake news, que consolidan prejuicios sociales. El descalabro económico estimula la apuesta por el candidato que propone salidas simples, aunque inentendibles. En el pasado dijo que había que fusilar al ex presidente Fernando Henrique Cardoso por privatizar una empresa minera. Ahora asegura que privatizará todas las empresas públicas.
En verdad lo que está en juego no es la economía, sino la democracia. Bolsonaro no es la solución, es un síntoma del descontento. Pero, más allá de sus opiniones ignorantes, puede ganar, eliminar libertades y sumergir al Brasil en un pasado de dolorosa violencia. Alarmas de este tipo no funcionaron con Trump, pero deben ser repetidas: hay que frenar a Bolsonaro.