Situaciones de este tipo pueden o no tener valor jurídico, según el contexto, pero suelen tener la potencia de lo irreversible. Muestran la realidad emergiendo de forma brutal, diluyendo los desmentidos y disimulos. ¿Cómo hacerlo si allí está tu firma, tu voz, tu imagen o tu teléfono? Es indispensable que el involucrado se crea impune. Debe haber escrito o hablado con la seguridad de que nada de ello saldría jamás a la luz pública. Lo que no sucede casi nunca. Por eso, cuando ocurre un escape accidental, los efectos son devastadores y potencian una indignación colectiva. A veces, las revelaciones ni siquiera son sorprendentes. Se trata de ilícitos sospechados desde hace años –“todos sabían”–, aunque solo a través de rumores o suposiciones. Todo cambia cuando es el propio delincuente el que comenta con tranquila sinceridad su manera de actuar. La primera vez que tuvimos esta experiencia fue el 22 de diciembre de 1992 cuando fueron descubiertos los llamados Archivos del Terror. Se trataba del más importante acervo documental de la época represiva encontrado en Sudamérica. Había allí miles de informes de la Policía política de Stroessner que nos permitieron entender mucho mejor nuestro doloroso pasado reciente.
Esos documentos, elevados a la superioridad, solían terminar con la frase: Es mi informe, lo que inspiró el título de un libro sobre el contenido del archivo. Augusto Roa Bastos escribió en el prólogo de dicha obra que los papeles encontrados eran “un acta de acusación libre de toda sospecha de parcialidad, tergiversación o dolo (…) el propio terror es el que escribe la crónica de su reinado genocida. La dictadura de más de un cuarto de siglo ofrece a las generaciones el testimonio piramidal, la tabla de sus crímenes, como la última prueba, para siempre irrefutable y veraz hasta en sus faltas de ortografía. La sinceridad del crimen es la más honesta de todas. Aquella que ha sido escrita sin pensar que algún día saldría de los ámbitos confidenciales en donde se originó. Tal cosa no había ocurrido jamás en la historia de este país”.
Lo volvimos a experimentar a fines de 2017 cuando se hicieron públicos los audios filtrados del celular de Raúl Fernández Lippmann, secretario de Óscar González Daher, entonces presidente del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados (JEM). Una pestilente cloaca de negociados y arreglos turbios entre jueces, fiscales y políticos asombró a una ciudadanía que siempre sospechó que todo eso existía, pero que no esperaba confirmarlo de este modo. Las inflexiones de voz, el tono coloquial, el jopará cargado de jerga jurídica usado por el “partner” y sus interlocutores otorgaban una validez incontestable a lo que se escuchaba.
El escándalo fue tan grande que liquidó el itinerario político del temible Óscar González Daher, quien fue el primer político paraguayo en perder su investidura parlamentaria por tráfico de influencias. Aquellos célebres audios conmocionaron a la opinión pública de modo mucho más efectivo que ninguna otra forma de comunicación. Es lo que está ocurriendo ahora, con los chats extraídos del teléfono de Lalo Gomes. Esos mensajes con estilo fronterizo, esos saludos masónicos, esas amenazas implícitas, esa sumisión de lacayos de los jueces y fiscales ante el gran distribuidor de regalos, cargos y protección en la justicia, son relevantes para la historia. Si los audios del JEM demostraban cómo los políticos manejan a la Justicia, los chats de Lalo evidencian cómo los narcos manejan a los políticos. Siendo así, poco importa que tengan o no valor en un juicio. Ojalá se divulguen todos. Que sea tan escandaloso que resulte imposible no hacer nada.