Recordé esto en estos días en que me tocó regresar al microcentro de Asunción, que ya antes de la pandemia presentaba un estado deplorable, y hallé que ahora está peor. Contribuyen a su imagen desoladora actual las tiendas, hoteles y locales gastronómicos cerrados y el escasísimo movimiento de personas, pasado el mediodía. Las plazas están tristes, abandonadas, sucias y gran parte de esta área de la ciudad, irrespirable.
El Covid-19 se ha constituido en el argumento perfecto para que algunas instituciones, como las municipalidades, dejen de hacer lo poco y mal que venían haciendo en favor del hermoseamiento y mejora de los espacios públicos, reparar las calles y aceras y convertir en lugares amigables a las ciudades que les tocan administrar, cuidar y amar.
Dicho esto, quiero regresar a lo que conté de Lima, para agregar otro aspecto que me encantó: frente a la casa de una familia amiga, en el distrito de San Miguel, el ancho paseo central de la calle en la práctica era un precioso y variado jardín lleno de flores y plantas ornamentales. Esto se debía a que cada familia o frentista adopta la porción de ese espacio de todos que le toca delante de la casa y la mantiene cuidada y bella. Suponemos que esto también habrá sido una iniciativa que requirió un proceso de toma de conciencia y de asunción de responsabilidad entre ciudadanos y autoridades locales para que funcione y se normalice. A lo que voy es que para provocar cambios se requiere planificar, trazar una ruta a seguir y definir las acciones que deben ejecutarse, no una vez, sino en forma continua para alcanzar los objetivos. Es decir, debe pensarse en la sostenibilidad.
Si en estos momentos estamos espantados porque “arde el país” con cientos de focos de incendio, en su mayoría provocados. O porque nuestros principales ríos están secándose y corremos el riesgo de no garantizar el suministro de agua potable. Si hoy nos resulta una noticia corriente, que no provoca ya indignación, la cantidad de hectáreas de bosques que se destruyen por la deforestación o porque hay cada vez más especies animales y vegetales a punto de desaparecer, es porque no hemos tomado conciencia como sociedad del valor de los recursos naturales y, por lo tanto, no se puede pretender respeto y cuidado de lo que el papa Francisco llama la “casa común”, simplemente porque la gran mayoría no la concibe así. No la piensa así, ni se relaciona con la naturaleza con esa “apertura al estupor y a la maravilla”, ni con el lenguaje de la fraternidad y de la belleza; por lo tanto, las actitudes no pueden sino ser “las del dominador, del consumidor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos” (Laudato si’).

Por eso son tan comunes aquí las calles que llevan meses cubiertas de agua debido a cañerías rotas, sin que nadie se inmute al respecto, o los terrenos baldíos descuidados por sus propietarios, convertidos en vertederos barriales. Vecinos que queman sus basuras domiciliarias o bien las arrojan en los raudales las veces que llueve. Personas que desperdician ingente cantidad de agua para lavar la vereda o su automóvil o en el simple acto de cepillarse los dientes.
Estos gritos agónicos del medioambiente deben llevarnos urgentemente a promover campañas de concienciación que vayan desde el uso racional del agua hasta explicaciones fáciles sobre las causas del calentamiento global y de las consecuencias que traerán si no modificamos rotundamente la mentalidad destructiva, egoísta e irracional que predomina hoy en nuestro relacionamiento con el mundo y con nuestra propia especie.