06 jul. 2024

La casta guaraní

Pululan por la administración estatal y disfrutan de las mieles del poder, aprovechando contactos, influencias y tentáculos bien estructurados. Como avezados paracaidistas, ingresan por la ventana a la función pública y se mimetizan en los paisajes legislativo, ejecutivo y judicial; transitan por los pasillos y calientan sillas, orondos, sin función precisa.

Retroalimentan el esquema clientelar y prebendario, replican hasta el infinito la telaraña del nepotismo y succionan, cual angurrienta sanguijuela, los recursos del Estado, es decir, cada céntimo que la ciudadanía aporta en concepto de impuestos, que más bien deberían ser destinados a mejorar la calidad de vida de los sufridos paraguayos.

Son los parientes, amigos y correligionarios que siempre caen bien parados, por más vendaval que se desate en el país y por más crisis e inflación que agobien a la estoica población. Allí estarán, inmutables, ajenos a las normativas y a la moral, desvergonzados y anhelantes del primer ascenso que puedan alcanzar, producto de que el papá o la mamá legisladores movieron los resortes para que esa casta pueda “estar mejor”, gracias al lema de campaña oficialista.

Salvo el hijo del mismísimo titular del Congreso Nacional, Silvio Ovelar. Presionado por propios y extraños, el joven debió dar el paso al costado y dejar la insulsa función administrativa en la Cámara de Diputados para la que había sido colocado sin concurso alguno, lo que evidencia a las claras que a los familiares “hay que premiarles” por ser tales, y no por mérito o por haberse quemado las pestañas, como cualquier hijo de vecino, para alcanzar estatus y superarse en la vida, capacitándose y concursando por los cargos estatales.

La sociedad también reclama que la hija del vicepresidente de la República, Pedro Alliana, tenga un poco de vergüenza y actúe de manera similar, y que de una buena vez empiece a enderezarse el esquema, para abandonar el prebendarismo que desangra las arcas públicas y encumbra a la élite dominante.

En Argentina, la reciente campaña electoral que llevó al poder finalmente al libertario Javier Milei, basó en gran medida su estrategia en “tumbar a la casta”, es decir, aquel sector político practicante de la más baja calaña en cuestiones de manejo del poder y privilegio a algunos pocos, en detrimento de la mayoría que siempre ve pasar el tren y se queda con las manos vacías.

El modelo es afín en casi todos los países de la región, a sabiendas de que insertarse en la estructura estatal es un buen negocio, desde los jugosos salarios hasta las adquisiciones públicas amañadas y plagadas de irregularidades, resultado de lo cual esa claque de nuevo cuño rico –o bien las familias que heredaron de sus ancestros esa práctica corrupta desde varias generaciones– se ven catapultadas y sostienen su economía gracias a una sociedad desorganizada y sin fuerzas para tumbar esas estructuras.

No obstante, se perciben señales bien concretas de hartazgo ciudadano. Ya se evidenció con el debate en torno a la Superintendencia de Pensiones: hubo gran presión para que se amplíen los diálogos y que exista más transparencia, ya que están en juego cuantiosos fondos de las cajas previsionales; a lo que siguió el fervor en medios y redes sociales para que el joven funcionario privilegiado deje el cargo.

A la par, también se reinstaló en el imaginario colectivo la cuestión de la meritocracia y los resultados de la educación pública en colegios que no son los top capitalinos, y las diferencias en cuanto a capacitación y preparación de estudiantes que, con sacrificio y renunciamientos, alcanzan sitiales de relevancia en distintos ámbitos, en contraste con aspirantes de la casta; muchos de los cuales ya tienen el camino allanado desde el vamos, con el fin de posicionarse y replicar el modelo de inequidad, gracias al acomodo perpetrado por quienes detentan el poder.

La fórmula es sencilla: cuanto más organizada esté la sociedad que reclame, menores serán la hegemonía y los privilegios de esa casta.

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