En las últimas semanas, noté que mi amigo andaba preocupado. Ocurre que un par de veces llegó muy tarde a su oficina. Ya sufrió –para peor– más de un tirón de orejas y así como está de dura la calle, no quiere saber nada de quedarse sin laburo.
Siempre es un caos la ciudad. Más a ciertas horas.
Sea como fuere, desde que empezó el 2019, se volvió un cáncer para muchos –sino para todos– transitar por las calles del centro capitalino.
A nadie le pasa por alto, de que varios grupos indígenas cierran el paso de los automóviles, lo que contribuye a que se vuelva una misión insoportable avanzar cuadra por cuadra a paso de hombre con más de 40º de calor encima.
Embotellamiento mezclado con un calor inhumano, cuanto menos lleva a perder la cordura. Encima a muchos, como le ocurre a mi amigo, le están contando los minutos.
Cuando se enteran de que los causantes del caos vehicular son personas de pueblos originarios que están acampados en la plaza frente al Congreso, empieza la catarsis. Toda la rabia de quién sabe qué otros males se decantan ahí: “Esos luego son unos haraganes”; “no quieren trabajar, quieren todo gratis”.
El asunto indígena y sus incomprensibles reclamos se convierten así en la causa de todos los males: “Seguro que mañana van a volver a bloquear la calle y con este calor. Este país luego…”. Esas frases o pensamientos se estilan ante esa problemática social y no son propias de personas ais-ladas entre sí, por lo que no deben ser tomadas a la ligera.
La indignación es legítima: pierden minutos o quizá horas del preciado tiempo.
Justamente es el tiempo y la paciencia lo que acabó por empujar a esos nativos hasta Asunción. Movidos por la injusticia y la indolencia de las autoridades están en “pie de guerra”, como dijo uno de los líderes de la etnia Ava Guaraní, de la comunidad Tacuara’i, de Corpus Christi (Canindeyú).
En setiembre del 2018, fueron desalojados de manera violenta de sus tierras ancestrales a punta de pistola por parte de guardias privados. Son 75 familias Ava Chiripa, como fueron identificados ya en 1981 por funcionarios del entonces Instituto de Bienestar Rural (IBR). Denunciaron, también, torturas y apremios físicos de los matones. Acusan al sojero brasileño Fabio Sequeira, quien reclama como suyas las tierras de los indígenas, de haber pagado a quienes mataron a tiros a un joven estudiante de antropología Isidoro Barrios.
Para identificar la causa de nuestros males, quizá habrá que contraponer los factores que atentan contra la supervivencia de numerosas personas en el campo o la razón por la que vemos alterada nuestra rutina diaria en la ciudad.