17 sept. 2024

La cinta roja en una tacuara y el drama de la droga

“Una cinta roja que envuelve una tacuara o algún árbol cercano a un marihuanal, significa que el cultivo que se encuentra en el lugar está protegido por la Policía Nacional”.

Así arranca una publicación de ÚH del pasado 8 de setiembre, haciendo referencia a una investigación del criminólogo y experto en seguridad, Juan Martens, sobre la protección que reciben los cultivos de marihuana en Canindeyu, en la frontera con Brasil.

Este particular dato de la pesquisa, sin embargo, revela el complejo problema que encierra el flagelo de la producción y comercialización de la droga en nuestro país. Cientos de familias –señala el documento elaborado este año– viven de la producción de la hierba y toda la actividad generada en torno a ella está “normalizada”.

“No estamos hablando de narcotráfico, la gente no piensa en crimen organizado, es más, no se sienten delincuentes por plantar marihuana”, acota el investigador, quien realizó un trabajo que revela que miembros de diferentes unidades del Ministerio Público y de la Policía Nacional llegan a recibir un promedio de G. 2 millones por hectárea “autorizada”.

Es decir, ni siquiera hay conciencia del escenario en el que uno está parado como protagonista, colaborador o cómplice. Incluso la investigación expone testimonios de personas, hoy de la tercera edad, que desde la niñez –junto con toda su familia– han estado trabajando en campamentos dentro de los marihuanales, y reconocen que no saben hacer otra cosa.

Un fenómeno que se replica a nivel urbano, como lo evidenció la turba que atacó a agentes de la Policía y Senad en Lambaré, al intervenir una vivienda utilizada como centro de distribución de microtráfico. Los vendedores de crac y cocaína, que incluso utilizan a niños para el trasporte de la “merca”, lo tienen como actividad “normalizada” sin dimensionar con claridad y conciencia la destrucción y muerte que están propiciando y sembrando cada día con dicha actividad.

De hecho, los que trafican con estos venenos de consumo humano –sea de nivel macro o micro– no son capaces ni desean mirar de frente el rostro de una madre o un padre destrozado por un hijo adicto a las drogas ilegales; prefieren desviar la atención hacia sus ganancias y considerar su actividad como un simple “comercio”.

Hablamos de un terrible negocio de millones de dólares marcados con sangre, violencia y terror; un monstruo cuyos tentáculos parecen no tener límite, sobre todo en ámbitos de pobreza, ignorancia, marginalidad, con familias rotas y padres ausentes; con jóvenes y adultos sin otro modelo más que el del oscuro traficante de la zona.

Como ejemplo, en abril pasado, en una sola intervención ordinaria las fuerzas operativas eliminaron plantaciones en extensiones equivalentes 761 estadios del Defensores del Chaco (ÚH/07/04/24). Actualmente, hasta comunidades indigentes forman parte del esquema.

Entonces, está claro que la cuestión no pasa solo por las intervenciones y operativos de los organismos antinarcóticos, sino también por dos ejes principales de acción gubernamental y de la misma sociedad, que debe impulsar su aplicación.

Por un lado, políticas económicas y sociales capaces de generar fuentes de empleo de calidad y el fuerte apoyo a familias campesinas que viven de la agricultura de renta, al igual que a aquellas que están en los cinturones de las ciudades y que son vulnerables a estas prácticas. Y, por otro, el eje de políticas de educación, capaces de recomponer el tejido familiar y recuperar valores humanos y morales fundamentales en la educación de los hijos, como el trabajo, sacrificio, honestidad y dignidad; conciencia del bien y también de aquello que destruye y deshonra.

El flagelo va creciendo y falta poco para que la infección sea incontrolable en sus diferentes niveles. Es hora de actuar. Luego, tarde serán los lamentos.

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