Debemos celebrar las más de tres décadas que vivimos en libertad, aunque parte de la herencia de la dictadura stronista no la hemos podido superar.
El principal logro ha sido la recuperación de la libertad de expresión, de asociación y de manifestación; también recordar el valor de una Constitución Nacional que garantiza derechos sociales antes no eran reconocidos. En 35 años hubo ocho elecciones generales y, aunque al país todavía le falta practicar la alternancia –el mismo partido gobierna desde 1947, con un breve lapso de gobierno no colorado– los paraguayos hemos aprendido a dirimir las diferencias políticas de manera civilizada.
En estos años y tras el proceso que hemos hecho las principales deudas son notorias a nivel social, es así que la población debe soportar la ausencia de políticas públicas en salud, educación, empleo y seguridad; un mosquito pone de rodillas a la salud pública, las escuelas se caen a pedazos y el sistema educativo no brinda herramientas para el desarrollo a miles de jóvenes paraguayos sin oportunidades. Los planes para combatir la pobreza no se sostienen y la población padece deplorables servicios públicos.
Merecen una mención especial las tierras malhabidas no recuperadas y la reforma agraria nunca concretada. Cerca de ocho millones de hectáreas de tierras públicas, que debían ser destinadas a la reforma agraria, fueron repartidas de manera irregular a autoridades, empresarios amigos, extranjeros, militares y políticos. El Estado paraguayo no realizó acción alguna para recuperarlas.
En la columna de las deudas podemos agregar, asimismo, nuestra frágil institucionalidad. El Estado ha ido creciendo desmesuradamente en funcionarios y una buena parte de los cuales realmente no sirven a la sociedad. Claro y evidente ejemplo de este aspecto son los casos que en este aniversario de la democracia están acaparando la atención pública: el nepotismo vergonzoso e impune, rémora de un clientelismo político que nos queda por erradicar.
No obstante, el mayor peligro para la democracia es la corrupción pública. Una corrupción que va de la mano con la impunidad. La corrupción no es una invención de la democracia, pues como es bien sabido, los grandes vicios de la dictadura se han perpetuado –lamentablemente– y siguen permeando nuestra realidad. En dictadura había corrupción, clientelismo, narcotráfico y contrabando; el problema es que la democracia no ha podido desprenderse de los “hombres escombro”, quienes operaron este continuismo.
La corrupción no es solamente utilizar recursos públicos para el beneficio personal o de un grupo económico o político.
Lo más grave de la corrupción es el daño que hace a la misma credibilidad de la democracia; y que además es la responsable directa de la pobreza, del hambre, de la falta de medicamentos en los hospitales y de que los techos de las escuelas caigan sobre los niños y niñas; porque debemos tener claro que la corrupción mata.
Es importante entender asimismo que por la corrupción no tenemos justicia y, en cambio, tenemos cada vez peores representantes del pueblo en el Congreso, así como lo que podemos considerar el resultado de la degradación política, social y económica de un país: el auge casi imparable del narcotráfico, el sicariato y el crimen organizado.
Pese a todas las adversidades, los paraguayos debemos defender el sistema democrático, y seguir trabajando para poder superar la pobreza y la desigualdad, para convertirnos en ciudadanos conscientes de sus derechos, que sean capaces de rechazar las viejas prácticas políticas de corrupción, prebendarismo y nepotismo, porque el Estado no pertenece a una familia o a un partido político.