Shikata ga nai es una frase japonesa que significa algo así como: “Ya no hay nada que hacer” o “ya no hay más remedio”.
La leí en el libro Hiroshima de John Richard Hersey, una obra suprema del periodismo narrativo que describe algunos habitantes del pueblo japonés luego que estallara la bomba, que desde 1945 hasta hoy, sigue teniendo efectos nocivos en la población.
El periodista y escritor, en uno de los pasajes de su libro, relata la vida y los pesares de Nakamura-san, que era una “Hibakusha” (persona afectada por la gran explosión), que no era del todo religiosa pero conservaba la creencia antigua que la resignación lleva a una percepción clara de las cosas.
Nakamura-san –así como la describe Hersey– es una mujer que se esforzaba por vivir el día a día y no tenía tiempo para adoptar alguna postura por lo que estaba pasando con su país y con el mundo en ese momento concreto de la historia.
Era como un mecanismo de defensa ante el infierno que le tocaba presenciar, que era simplemente causa de la mala suerte, parte del destino y tenía que ser aceptado.
Si bien en nuestro país no nos tocó sobrevivir a una bomba de destrucción masiva a nivel físico, sí la experimentamos a nivel moral y social. Paraguay es un país acostumbrado a sobrevivir con el infortunio desde tiempos inmemoriales.
Pero, en los últimos años da la sensación que el mal terminó por explotar y está destruyendo todo a su paso, llevando a la sociedad a estar con las manos atadas a una impotencia ante el tamaño del desastre.
Parece que ya nada sorprende, que así nomás luego tiene que ser; el país se cae a pedazos y ya no hay nada que hacer para remediarlo; este es un sentimiento que experimentan muchos.
La corrupción, el crimen organizado, el contrabando, el tráfico de drogas, el lavado de dinero están contaminando todo, dejándonos acogotados y forzándonos a aceptarlos como parte de nuestro día a día.
Nos estamos acostumbrando al sicariato: Que al salir de una fiesta, bajen unos hombres armados y metrallazos acabe con la vida de un grupo de personas, como le pasó a la hija del gobernador de Amambay, Ronald Acevedo, cuyo crimen, hasta ahora no fue aclarado.
Nos acostumbramos al robo, al despilfarro del dinero público, aún en los tiempos de pandemia, donde la gente se moría como moscas a causa del Covid. Nos resignamos ante la presencia de bandas criminales que secuestran a paraguayos y los mantienen alejados de sus familias.
Resignación ante el miedo de salir a la calle y no saber si vamos a volver sanos y salvos a nuestra casa, o algún motochorro nos va a dejar sin celular o sin salud, o sin vida.
Podría teclear miles de otros males que forman parte de este cóctel de infortunios que padecemos y las soportamos estoicamente.
Esa gente antipatriota, que está enfermando la sociedad y está extorsionando al país, se aprovecha de esta capacidad de soportar el sufrimiento.
Pero los que conocen a este peculiar habitante del corazón de América, saben que también la paciencia tiene un límite y que el paraguayo cuando se despierta es un enemigo de cuidado. Tal vez sea tiempo que las personas de bien, que son mayoría en Paraguay, digan basta. El agua putrefacta de la impunidad que huele a mafia y a crimen ya nos está llegando hasta el cuello; en poco tiempo llegará a nuestras narices.
Tal vez este sea el momento de levantarse, una vez más, de las cenizas y comenzar a reconstruir. Nadie lo va a hacer por nosotros, ninguna autoridad foránea o local.
Es mentira que no hay más remedio. Sí que hay una salida que pasa por la valentía de ser honestos en un país donde la delincuencia (la informal y la organizada) está siendo transformada en ley.