En los últimos días, hemos observado con asombro el nuevo impulso que tomó la campaña para imponer la reelección presidencial por vía de la enmienda, iniciativa que parecía descartada hace apenas algunas semanas. Lo más llamativo es que el propio presidente y otros políticos, que parecían aceptar la imposibilidad legal de llevar adelante ese propósito, han recaído en la vieja práctica de retorcer la ley para acomodarla a sus nefastos deseos.
Entendámonos bien: la reelección presidencial no es en sí misma reprochable, si se la lleva a cabo por los medios legítimos dispuestos por la Constitución, cual es la reforma, que como hemos dicho en un comunicado de ADEC, es deseable si se encara para impulsar una revisión de la Carta Magna que abarque otros aspectos de la convivencia nacional.
La consigna engañosa de “que la gente decida” implica que la voluntad de una mayoría circunstancial debe imponerse a la norma constitucional, porque “es más democrática”. Recordemos que los populismos han acudido a esa fórmula para despojar a las minorías de sus derechos y arrasar las instituciones democráticas. Para evitar que la democracia se degrade en “demagogia” –lo que hoy llamamos “populismo"–, los griegos sostenían la supremacía de la ley por sobre las apetencias personales.
Y esa es precisamente la realidad que vivimos hoy. No es el bien de la República sino el interés de políticos con nombre y apellido lo que desvirtúa la Constitución, y constituye, como decía el último comunicado de ADEC, “un ultraje a nuestras instituciones democráticas, tan trabajosamente conquistada tras décadas de dictadura”.
Lo que me parece agraviante es que los políticos consideren que no importan los medios con tal de lograr el fin que persiguen. Y que para ello basta con acudir a interpretaciones caprichosas del texto constitucional, ofrecidas por juristas dispuestos a rematar su integridad y prestigio al mejor postor.
Parece que volvemos a aquel dicho de la época colonial, cuando los criollos recibían las disposiciones de la lejana Corona española con aquella cínica expresión de “se acata, pero no se cumple”. En esta ocasión, juristas renombrados parecen haber tenido la revelación de que, después de todo, la Constitución no dice lo que dice, sino lo que sus caprichos quieren que diga.
Sin que al momento de escribir estas líneas sepamos aún el desenlace de este proyecto, sea cual sea el mismo ha dejado ya una mancha indeleble en el proceso político paraguayo, tan golpeado en las últimas décadas por los desatinos de la clase dirigente.
Nuestros pastores han cuestionado, con serenidad y mesura, esta iniciativa. Pero a los laicos nos corresponde participar activamente, en la calle, en los gremios y asociaciones civiles, y en todos los foros de opinión, en busca de enderezar un rumbo que ha perdido la brújula infalible de la verdad. Es así como las entidades empresariales se han expresado con mucha fuerza y convicción, alertando sobre las consecuencias que pueden acarrear la inestabilidad política y la inseguridad jurídica en nuestro incipiente desarrollo económico y social.