Apropósito de elevarnos a la ciencia y al pensamiento filosófico, venimos empleando constantemente términos como el saber y el conocimiento. Lo hacemos porque sin ciencia y filosofía, una sociedad vive en una cultura precaria. Subsiste sin saber lo que “es” y sin conocimiento de la ciencia y de la tecnología de su tiempo. Quizá, sin tener idea clara de lo que fue, de su propia historia ni entender el porvenir de la humanidad.
Para saber lo que somos y qué podemos ser, necesitamos pensar. La reflexión conduce al saber, que es el dominio conceptual acerca de las proposiciones de verdad sobre la existencia humana, los problemas de sus relaciones, y de cómo se ha organizado para que la razón y los valores gobiernen nuestra vida personal y social.
Para comprender y actuar, en base a una hipótesis verificada y que ha extraído de la experiencia un aprendizaje válido, necesitamos conocer. El conocimiento proviene de la ciencia y prepara para realizar investigaciones que puedan aportar la producción de nuevas teorías sobre la realidad del mundo y la vida.
Cuando se afirma que nuestra sociedad debe acceder al saber y al conocimiento que proyectan la filosofía, la ciencia y la tecnología, es porque no deseamos anclarnos en ese país que no ha aprendido a pensar ni conocer. Es por querer desarrollarnos. Formar parte de las naciones que, sin importar su tamaño, contribuyen al saber y al conocimiento de nuestro tiempo.
Pero para eso debemos romper una tradición signada por la fragmentación y las desigualdades sociales. Al hablar de valores, en nuestra educación y en la universidad, debemos pasar al aprendizaje de lo que en la filosofía se llama la “biofilia”, el amor a la vida, el amor a la específica sociedad en que vivimos.
El conocimiento, ya sea proveniente de la sociología o de la antropología, debería aclararnos que nuestro “habitus” nos ha sitiado en el campo de la “fobiabiofilia”. La ética y la moral que nos inculcan se han limitado a la repetición de normas maniqueístas. Reglas acerca de lo bueno y de lo malo, de origen religioso, laico o cívico, cuyas consecuencias nos inducen al odio y al desprecio entre los sectores y estratos en que se divide nuestro país.
La enseñanza no ha avanzado hacia la “noética” o la “noesis”. Es decir, hacia la comprensión intelectual de lo ético, el pensamiento y la reflexión que nos permiten razonar y saber la distinción de los valores a los cuales debemos ajustar nuestros actos y conductas.
El pensar que conduce al saber nos abre la mente a la “ontogénesis”. A la persona que posee la capacidad intelectual y física para desarrollarse en el transcurso de su existencia, y realizarse con el universo social que le rodea. Ese mundo no es pura naturaleza. Es historia y es un conjunto de situaciones humanas que devienen de nuestra condición de vivir en la esfera de la “filogénesis”. El vínculo de parentesco o de identidad que nos une y singulariza.
Según Haeckel, la ontogénesis, como “ley biogenética fundamental”, reproduce la filogénesis. Eso dice la ciencia, la biología, aunque en su actual evolución relativiza la influencia lineal de la una sobre la otra. El pensar, y fundamentalmente desde la teoría de Norbert Elías, plantea más dialécticamente esta relación. El sitio en que vivimos y la gente que nos rodea inciden en la realidad de la persona que somos. Y a su vez, si soy capaz de proyectar en la sociedad las ideas que influyen sobre su devenir histórico, mi persona también gravitaría sobre el curso de mi universo identitario.
El saber filosófico y el conocimiento científico se entrecruzan. Y retroalimentan mutuamente. Y ambos se necesitan.
Por ello, la epistemología ocupa un lugar prominente en la filosofía, en su carácter de teoría del conocimiento científico. Mas, desde el paso de la metafísica a la gnoseología - parte de la filosofía que estudia el hecho del conocimiento- el saber filosófico amplía y profundiza el conocer especializado de la ciencia. Pues la epistemología, al estudiar y criticar los principios, las leyes, los métodos y aplicaciones de la ciencia, indaga sobre sus orígenes, sus valores y sus límites, además de justificar o cuestionar su lógica.
Por estas interacciones entre el saber y el conocimiento, hablamos hoy de la importancia interdisciplinar tanto de la filosofía, como de la ciencia. Los estudios académicos ya no desconocen la relevancia de la interdisciplinariedad. Pero al avanzar en las investigaciones y análisis metodológicos, nos encontramos con la exigencia de ir más allá de la pluralidad de disciplinas que concurren a extender sus respectivos marcos teóricos. Y es así que ese supuesto de “ir más allá" ha devenido a demandar la “transdisciplinariedad”. La teoría y la práctica no deberían agotarse en la analogía ni en la contratación fáctica. Hay que trascender la realidad, la historia y la propia interpretación de los saberes y de los conocimientos. Y con la finalidad de que la “razón humanizada” modifique sus teorías y prácticas para humanizar el planeta en que vivimos. Cambiar nuestra cultura aldeana por la cultura cosmopolita.
Por tanto, necesitamos de una “antropolítica”, una política al servicio del hombre (E. Morin). Y entonces el “saber-pensar” traslapadamente subsumirá al “saber-hacer”, para que la ciencia y la técnica contribuyan a la causa de la emancipación humana. Y nos liberen de la densa incertidumbre que ensombrece a nuestra Civilización.
O más localmente, para que el saber y el conocimiento embraguen nuestro proceso hacia una mejor sociedad.
No es deseable anclarnos en ese país que no ha aprendido a pensar ni conocer.
Filosofía
Juan Andrés Cardozo
Filósofo
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