Osmar Sostoa
Nuestros instintos de autoconservación y de reproducción fueron modificados por nuestra evolución biocultural. Como se ha visto en entregas anteriores, la sociedad humana ha progresado en muchos aspectos, pero en contraste ha convertido su “agresividad benigna” en “agresividad maligna” (E. Fromm, 1973) hasta grados extremos de crueldad y destructividad. El filósofo H. Vaihinger (1937) definió al ser humano como “mono aquejado de megalomanía”. Tal transformación devino con las guerras y la esclavitud derivadas de las ansias de poder y riqueza, se interiorizó luego en las relaciones humanas y generó el maltrato infantil, con el agravante de convertirse en norma de educación (“la letra, con sangre entra”). Así muchos individuos se volvieron proclives a forjar personalidades destructivas o autodestructivas.
En consecuencia, para regular sus miedos y sufrimientos, los pequeños desarrollaron mecanismos de defensa inconscientes, tales como la autorrepresión, regresión, aislamiento, reactividad, rituales obsesivos, fantasías compensatorias, entre otros. Luego, con mejor entendimiento, los menores de siete a 18 años pudieron impulsar mecanismos de desprendimiento (Bibring, 1943), conscientes; tales como el trabajo del duelo, la gestión de conflictos, sublimación, creatividad, entre otros, que los llevaron a la autorreflexión, resiliencia y superación de sus malestares emocionales. Sin embargo, el maltrato infantil puede deformar a tal punto la psiquis del párvulo y del adolescente por la comorbilidad de traumas y conflictos psíquicos, que lleva a la incubación de los trastornos y obliga a recurrir a un tratamiento psicoterapéutico.
La familia tradicional enreda actos de ternura y mortificación hacia el niño, quebrantando el espíritu frágil de este por las ambivalencias de amor y odio que ocasiona dicha incoherencia. No considera que el trauma es un “acontecimiento de la vida del sujeto caracterizado por su intensidad, la incapacidad del sujeto de responder a él adecuadamente y el trastorno y los efectos patógenos duraderos que provoca” (Laplanche-Pontalis, 2004); y también que dicho proceso aviva conflictos internos cuando “en el sujeto, se oponen exigencias internas contrarias” de manera consciente e inconsciente.
La función propiamente mental comienza en el recién nacido gracias a la “satisfacción alucinatoria del deseo” (Freud, 1991); es decir, la espera y búsqueda del pecho materno. En ese momento crucial, la atención de la madre completa dicho proceso, denominado “introyección del objeto deseado”. Esta interacción es al mismo tiempo el comienzo de la humanización, por medio de la cual se va logrando conciencia del otro y de sí mismo. Es decir, se vuelve un sujeto cuando sus necesidades primarias se transforman en deseo y pensamiento. Desde entonces, la sociedad le impone al nuevo miembro sus identidades, valores, normas y costumbres.
Como contracara de ese idílico y libidinal despertar en el mundo, surge también, según Freud, “la vivencia de terror frente a algo exterior”, teniendo en cuenta que la parte primitiva del cerebro responde automáticamente al percibir cualquier peligro o dolor. Esa aflicción es fácil y común observar en los bebés cuando no ven o escuchan a sus cuidadores, o temen a la oscuridad, a rostros extraños, a animales, a castigos, a gritos y a conflictos entre adultos. Estos pueden desconocer tales consecuencias, o descuidar en momentos de furia y discusiones de pareja delante de sus hijos; y si esas escenas se repiten, el impacto en sus hijos puede ser grave para su equilibrio emocional. Por esa vulnerabilidad de los primeros meses y años de existencia, el trauma perjudica la estructuración psíquica, cimentando distorsiones cognitivas, afectivas y conductuales, irreversibles incluso en la madurez.
¿Por qué puede llegar a ser grave? Existen alteraciones arraigadas desde la infancia porque en esa etapa la evolución de la mente está todavía sustancialmente en un nivel de funcionamiento primario. Vale decir, sus mecanismos de defensa son básicos, primordialmente de la dimensión sensorial y perceptiva, sin poder concebirse aún el tiempo y el espacio, las ausencias de los seres queridos, el misterio que esconde la oscuridad y sin saber discernirse acerca de los dramas que enzarzan a los mayores, entre otros. Por lo tanto, las fijaciones traumáticas son difíciles o imposibles de descifrar para ser superadas luego; por ejemplo, de grande cuesta saber por qué tiene angustia, fobia o ataque de pánico. Peor aún, cuando los sufrimientos se repiten, las huellas se refuerzan hasta generar un “trauma acumulativo” (M. Khan, 1980). Si el niño afectado se muestra tímido en la escuela u otro lugar, estimula la crueldad de sus pares y se vuelve víctima del bullying, con lo cual empeora su estado de padecimiento.
Solamente una “madre suficientemente buena” (Winnicott, 1950) en este periodo primordial puede suscitar en el pequeño los mecanismos de defensa eficientes, a modo de barreras antiestímulos, o “barreras-contacto” (Freud, 1992), no traumáticas. Entiéndase la atención materna básicamente satisfactoria como la garantía justa para que la criatura se sienta segura, sin sobreprotección, para desplegar al mismo tiempo en libertad sus capacidades físicas y anímicas. De ese modo, la madre sana pone alas a las fantasías del infante como cimiento de su self verdadero, hasta que espontáneamente el principio de realidad va regulando a la incipiente omnipotencia narcisista. De lo contrario, un trato verticalista e invasivo que trata de imponer, fría o seductoramente, un comportamiento normatizado, dócil y pragmático, desemboca en el establecimiento de un falso self que con el tiempo puede derivar en trastornos por carencias o excesos. La madre que equilibra sus ausencias y reapariciones en lapsos prudentes estimula la constitución sana del chiquillo, hasta que este aprende a jugar con eso y a lidiar con la ineludible disyuntiva del yo-no-yo (Green, 1999), descubierto por Freud en el juego del fort-da de un chico, que es lo mismo que decir el “coreco gua”, o su gran logro cultural, o de su principio de humanización; soporte también de la simbolización semiótica y lingüística, de la creatividad estética e instrumental y de la reflexividad crítica y dialógica.
Ferenczi (1992) recuperó y amplió la teoría del trauma de Freud, llevando a aplicaciones terapéuticas nuevas, mediante la teoría de la colisión entre la ternura infantil y la pasión adulta. El mismo reivindicó el trauma en la etiología de las dolencias anímicas, a la par de ampliar su relevancia más allá de la seducción, incorporando la agresión y el abandono (N. Daurella (2012). En efecto, los infantes, como blancos de estos apremios que los agobian por su fragilidad psicofísica, realizan esfuerzos para sobreponerse y procesarlos con la fantasía, enroscándose así en su mente una compleja patología. Partiendo de la teoría de Ferenczi, en cuanto a que “el erotismo infantil es tierno y el erotismo del adulto es apasionado” (Daurella, 2012), la interacción entre los grandes e imberbes arriesga la integridad de estos segundos si no se respeta la desigualdad de niveles y la imposibilidad de correspondencia. Lo mismo ocurre en situaciones de conflictos entre ambas partes, oportunidades en que los primeros hacen valer ante sus contrapartes tanto su autoridad como su fuerza y su capacidad persuasiva.
En contraposición al exceso está la carencia, también infausta para el menor cuando es un “huésped no querido en la familia” (Daurella, 2012); y con esa melancolía se malogra tempranamente su deseo de vivir, revelado en distintos síntomas de depresión, inadaptación, atención dispersa, hiperactividad, etc. Ferenczi es drástico al respecto, al señalar la eventualidad de que los recién nacidos recibidos con indiferencia y sin cariño expiren voluntariamente, o enfermen hasta extinguirse, o sobrevivan con pesadumbre y el sabor amargo de la vida. Martín-Cabré (1996) agrega que cuando el progenitor menosprecia a su hijo, no lo escucha y solo le da órdenes, este no desarrolla su capacidad de pensamiento, volviéndose sumiso, abúlico y acrítico.
Otro estudioso refiere que “inevitablemente los sentimientos y fantasías que el trauma estimula se convierten en parte de un campo intrapsíquico peligroso. En este sentido, un trauma también se vuelve parte de un conflicto intrapsíquico” (Bush, 2005). Por su parte, Mészáros apuntala el rescate que Ferenczi hace de la teoría del trauma de Freud al sostener que “el trauma es un evento real; la experiencia es subjetiva; la experiencia traumática está compuesta de elementos dinámicos intrapsíquicos e interpersonales” (Mészáros, 2012). Explica además los mecanismos de defensa que aparecen durante la fijación patológica, que difieren entre la víctima y el agresor: “(a) Por parte de la víctima: disociación e identificación con las intenciones, culpa y ansiedad del agresor, que son incorporadas mediante la introyección. (b) Por parte del agresor: minimización, proyección, negación, simulación, etc.” (Mészáros, 2012).
Mediante los mencionados dispositivos de desprendimiento, las personas procuran soltar las fijaciones mórbidas que mantienen sofocado el libre despliegue de su personalidad. Con esa finalidad, la psicoterapia refuerza dichas técnicas de deshacimiento con la aplicación de reflexión, duelo y sublimación.