¿Qué hace él allí? Esa fue la pregunta que me hice la mañana de un 3 de noviembre de algún año de la década del setenta cuando, desde la ventanilla de un ómnibus, lo divisé en la fila de hurreros y seccionaleros que esperaban su turno para entrar a Mburuvicha Róga. Se trataba de uno de mis profesores de la Facultad de Medicina cuya erudición y observaciones criteriosas le habían generado un cierto prestigio. Verlo allí, entre los lamesuelas de la “fecha feliz”, me produjo una cierta desazón. Cuando comenté el episodio con un compañero, éste me explicó que el citado médico ocupaba un cargo en Instituto de Previsión Social y que, si quería conservarlo, era mejor no faltar a esa cita.
El ritual de felicitar a Alfredo Stroessner por su cumpleaños se había impuesto desde su arribo al poder en 1954 y era la cúspide de la pesada coreografía estatal que incitaba al culto de su personalidad. Ese día los periódicos publicaban suplementos especiales; la radio y la televisión difundían mensajes de adhesión y discursos de alabanza y el dictador inauguraba alguna obra cercana a la Plaza 3 de noviembre en el barrio que llevaba su nombre.
La zalamería era tan extendida que se convertía en una dura competencia que exigía imaginación a los trepadores, como se los llamaba entonces. Florecía una industria de bustos, cuadros y libros de homenaje que lo presentaban como gran patriota y heredero de las virtudes del general Bernardino Caballero. Se animaban a tanto gracias a la vanidad del adulado, quien disfrutaba contemplar la genuflexión de sus súbditos.
Seguro que había muchos que tenían una real admiración por Stroessner, pero la gran mayoría estaba allí por miedo a que alguien dudara de su lealtad. Un apretón de mano más prolongado, unas palmadas en la espalda tenían un significado venturoso. ¡Ay de aquellos a los que el general saludaba fríamente o dejaba con la mano extendida en el aire!
Pero todo era falso. Cuando Stroessner cayó esos fingidos sentimientos dieron paso a una hipocresía colectiva. Casi todos negarían su stronismo, nadie recordaría haber estado durante horas al sol esperando su saludo reconfortante.
Lino Oviedo intentó repetir esa liturgia personalista. Lo suyo fue a menor escala solo porque no llegó al poder. Tenía un cierto carisma autoritario y populista que le gustaba a un sector de la población. Lo que también fue aprovechado por oportunistas. Guardo en mi poder el suplemento especial del 23 de setiembre de 1998 de un matutino asunceno completamente dedicado a su onomástico. Hay allí mensajes empalagosos de personas y empresas que, después del magnicidio de Luis María Argaña y el Marzo paraguayo, desearían olvidar ese pasado oviedista.
El 5 de julio pasado fue el cumpleaños de Horacio Cartes y volvimos a ver esa paciente fila de personas deseosa de hacerse una selfie con el líder irremplazable. Me volvió a asaltar la sensación de vergüenza ajena, de la falta de dignidad de mis compatriotas. De nuevo, aclaro que no niego que una porción de ellos estaba allí por un genuino aprecio a Cartes. Pero no me vengan con el cuento de que la mayoría acudió espontáneamente, subyugada por su carisma. Las subyuga el dinero.
Las imágenes eran bastante humillantes. Todos metidos en una especie de brete esperando su turno de firmar una planilla de asistencia y pasar por un detector de metales. Tantas horas de horario laboral invertidas en el sueño de recibir un mohín cariñoso del hombre, solo recompensadas con una empanada y un pancito. Es un circo melancólico y decadente que ya conocimos antes en otros momentos colorados. A Cartes puede servirle como consuelo ante las desgracias ocurridas el mismo día: la cancelación de cuentas de Tabesa por el BNF, la aprobación del protocolo de combate al contrabando de cigarrillos y la eliminación de su Club Libertad de la Copa Libertadores.
Pero no debe perder de vista que todo es una ficción, que son amores fingidos, como los de Stroessner, como los de Oviedo. Ya lo decía el poeta inglés George Chapman: “Los aduladores se parecen a los amigos como los lobos a los perros”.