La sempiterna desigualdad social en América Latina se debe en buena parte a que la dimensión estética se superpone invariablemente a la dimensión racional. El mejor ejemplo de este fenómeno se da en las votaciones.
La gran mayoría aún vota teniendo en cuenta los colores del partido político, el rostro y la ropa del candidato, si sonríe mucho o poco, si su familia es así o asá, si es buena onda o no, si tiene bigotes o barba , si usa sandalias o zapatos, si es famoso y está en la farándula o no. Esto nada tiene que ver con que seamos tontos, sino que simplemente usamos muy poco el raciocinio al momento de decidir a quién confiar el gobierno del país. De ahí que el márketing político tenga mucho que ver por nuestras tierras, pues sus productos se consumen más fácilmente ya que apelan más a lo afectivo antes que a la materia gris.
Este avasallamiento de lo estético por sobre el pensamiento racional produce resultados como los obtenidos el domingo pasado en las últimas elecciones generales. Muchos votan con la esperanza de un cambio en sus vidas, pero lo hacen desde la pasión y no con la criticidad esperada. Por eso el cambio no se da, pues los ganadores son los mismos de siempre, es decir, aquellos que por generaciones han producido las condiciones de vida desiguales en sus incondicionales votantes.
Esta predisposición a lo estético por encima de la crítica racional ¿es incorregible en nosotros? ¿Estamos condenados a votar y amar siempre a nuestros verdugos?
La respuesta es un no rotundo. Hay una reingeniería humana que está comprobada que funciona, y de la cual resultan, luego de un buen tiempo de aplicación, ciudadanos y no meros autómatas sentimentales. Me refiero a la educación, aquella que forma personas reflexivas, críticas, con contenidos pertinentes y valores democráticos.
Hasta ahora tal educación no se ha dado en el Paraguay, sino más bien un engendro que deja mucho que desear. Esta es una de las razones de la baja participación de nuestros jóvenes en las votaciones pasadas; chicos a quienes cualquier clase de compromiso político les da pavor. Han pasado más de la mitad de sus vidas por un sistema que casi nada ejercitó en ellos el pensamiento crítico, la responsabilidad ciudadana, la mirada a largo plazo.
Al contrario, nuestra cultura esteticista ha sido superior en ellos, son inmediatistas, están sobreexitados por las redes sociales que estimulan sus sentidos y no sus cerebros, y, más que nada, no creen en absoluto en el valor de votar y elegir, pues de nuestro mal ejemplo como adultos han introyectado la idea de que tal ejercicio cívico no vale la pena, han asumido la peligrosa y absurda idea de que la política no afecta sus vidas.
Este es el caldo de cultivo ideal al que nos han colocado siglos de ignorancia, política pública llevada a cabo por los que hasta ahora ostentan el poder y que les da óptimos resultados: una población acrítica que vive, en su gran mayoría, en la pobreza y la alienación, y que, sin embargo, adora y está dispuesto a dar por ellos su voto o, en su defecto, a descreer de la política y de los mecanismos democráticos. Romper este círculo vicioso es el gran desafío del Paraguay.