–Te pido por favor que te cuides, Santiago.
–¿Todavía querés que me cuide?
–Mucho más que antes.
–¿Vos que escuchaste algún dato importante por ahí?
–Sí, sí.
–Jejejeje
–No, no. No es para reírse.
–Hay dos clases de muerte, Humberto. Una es la muerte material y la otra es la muerte cuando uno abandonó la ética y la voluntad del trabajo.
Este diálogo fue parte del último contacto radiofónico entre los periodistas Santiago Leguizamón y Humberto Rubin. Minutos después, luego de despedirse del contacto diario, Santiago moriría alcanzado por las balas de sicarios contratados por grupos de poder que se comenzaban a enseñorear de Pedro Juan Caballero, lugar donde vivía Leguizamón junto a su familia.
Hoy se cumplen 31 años de aquella fatídica mañana. La muerte de Santiago, que se dio justo en el Día del Periodista, lo dejó como una bandera del ejercicio honesto de esta sufrida profesión. Es un mártir de la libertad de expresión en nuestro país.
Este hombre tenía como puntal en su vida la ética, que al decir de Fernando Savater es “el arte de vivir optando por lo que no es conveniente, descartando lo que nos es inconveniente”.
La palabra proviene del griego êthicos, derivado de êthos, que significa carácter.
Sobre todo en estos tiempos en el que la ética, ese arte de vivir la vida, está siendo comprada por esos mismos grupos de poder, que se compraron cadenas de radios, de televisión y otros medios para imponer.
Santiago prefería la muerte física antes que la muerte ética. Venderse a un patrón y caer en la omisión; valerse del nacional recurso del “lente hû” y hacer que no se vio nada. Sabía que el precio iba a ser alto.
Concebía su oficio como un servicio a la comunidad, a quien se debía y la verdad era su principal materia prima. Las noticias que sacaba a la luz, en su mayoría críticas a los grupos mafiosos que se apoderaban del Departamento de Amambay, generaron la represalia de los capos de la frontera que manejaban aquel axioma de plata o plomo. Al no poder seducir al molestoso con el dinero sucio, no quedaba otra que acallarlo, sacándolo del medio.
Cuánto hace falta más referentes como Santiago Leguizamón en estos tiempos en que el periodismo se inclinó más a coquetear con el poder, a compartir su mesa antes que ser su contralor. O por otro lado, hacia el vedetismo, haciendo del oficio no solo un negocio sino también un espectáculo.
“En cuanto el periodismo se ejerce como un poder, pierde su esencia y se convierte en otro más de los poderes que se disputan el control de la sociedad mediante el uso de la fuerza, del dinero o de las argucias de los políticos”, advertía el maestro colombiano Javier Darío Restrepo, uno de los que –al igual que Santiago– abrió caminos para los periodistas que tengan como horizonte la ética.
Para el gran comunicador colombiano, el periodista que dignifica la profesión es aquel que sirve a la parte más noble del ser humano y aporta a la vida de la sociedad, que impulsa cambios y hace mejores a las personas. No un avasallador que se cree dueño de la verdad y busca imponerla, tanto a sus entrevistados como a los lectores, televidentes u oyentes.
De estar contemplando lo que sucede en algún lugar, ¿estaría satisfecho Santiago de haber ofrecido su sangre por conservar su ética?
Seguramente que sí.
Pero lo que estoy seguro lo pondría triste es en lo que se convirtió el oficio que abrazó durante gran parte de su vida.
El periodismo está cayendo cada vez más en esa muerte del que hablaba Leguizamón en su última transmisión radial: Del abandono de la ética; de no forjar ese carácter que se necesita para decir la verdad.