22 dic. 2024

La guerra que no fue

En 1859, Paraguay y Estados Unidos estuvieron al borde de un conflicto armado. Dos investigadoras dan su versión sobre este capítulo de nuestra historia del que poco se habla.

Guerra

Revista Vida

Por Carlos Darío Torres / Ilustración: Enzo Pertile.

El comandante del fuerte de Itapirú, Vicente Duarte, vio que no le dejaban alternativa. Ya había hecho disparos de salva de advertencia, pero el vapor estadounidense Water Witch seguía avanzando. Esta vez hubo fuego de verdad y un proyectil cayó en medio de la nave norteamericana. El timonel Samuel Chaney estaba muerto, varios marinos heridos y el buque averiado. Graves consecuencias amenazaban a nuestra joven república.
El incidente se produjo el 1 de febrero de 1855, cuando el Water Witch abandonó el cauce principal del río Paraná –donde se encontraba realizando estudios cartográficos–, violando lo dispuesto por el decreto presidencial del 3 de octubre de 1854, que prohibía a los buques de guerra extranjeros navegar por los cauces interiores de los ríos paraguayos, según explica la historiadora y docente Noelia Quintana Villasboa.
El mencionado suceso fue la última cuenta de un rosario de incidentes desafortunados, protagonizados principalmente por los norteamericanos, que a punto estuvieron de echar por tierra los esfuerzos diplomáticos entre Paraguay y Estados Unidos para establecer un relacionamiento fructífero entre las dos repúblicas.
Precisamente, el cónsul estadounidense Edward Hopkins, enviado en misión de buena voluntad por su Gobierno, fue uno de los principales responsables de la escalada de hostilidades. Recibido con brazos abiertos por el Gobierno, a su llegada en 1845 se convirtió en un privilegiado empresario aupado por el presidente Carlos Antonio López.
Adquirió propiedades en el país, instaló una fábrica de cigarros en Asunción, un aserradero en San Antonio y era socio de una compañía de navegación. Mozo impetuoso y de mal carácter, a despecho de su condición de diplomático, matizó su estancia en nuestro país alabando en el exterior las bondades de nuestra tierra, con exabruptos de soberbia y prepotencia, apenas tolerados con forzada paciencia por la sociedad paraguaya.
Quintana Villasboa recurre a la descripción hecha por Efraím Cardozo para pintar los rasgos de carácter de Hopkins. Y si con un Hopkins los problemas abundaban, con dos el desastre estaba garantizado. Es lo que ocurrió a mediados de 1854, cuando Clement Hopkins se dirigía a Asunción desde el aserradero de su hermano, ubicado en San Antonio.
En el camino a la capital, el menor de los Hopkins se topó con el sargento Agustín Silvero y algunos soldados, quienes arreaban ganado y circulaban en dirección contraria. Hopkins, de manera irrespetuosa, le ordenó a los paraguayos apartarse. Como estos se negaron, el norteamericano atropelló a la tropa y dispersó a los animales… y se llevó un sablazo en la espalda, propinado por Silvero.
Clement volvió a San Antonio a quejarse con su hermano y este salió a galope tendido hacia Asunción, donde se presentó ante Don Carlos, prepotente y armado, tras haber atropellado la guardia.
Hopkins exigió al mandatario paraguayo un castigo ejemplar para el insolente Silvero. López reaccionó con serenidad y le aconsejó presentar sus quejas por escrito ante el canciller José Falcón. Pero Don Carlos no olvidó las malas maneras del desagradecido norteamericano y ordenó cerrar sus fábricas y establecimientos.
Acerca de los motivos de la caída en desgracia de Hopkins, existen otras dos versiones, aclara la historiadora Anahí Soto Vera. La primera, y la menos creíble, dice que el cónsul le habría faltado el respeto a una dama de la sociedad asuncena; la segunda, que Hopkins dejó fuera de sus negocios a los López.

Clima hostil

Cualquiera sea la versión correcta, el resultado fue el mismo: Hopkins se vio despojado de sus propiedades y beneficios, y expulsado del país. Entonces, el excónsul inició una campaña de desprestigio contra Paraguay en el exterior y en su país, y buscó apoyo en el Gobierno estadounidense para gestionar el cobro de una indemnización de un millón de dólares.
Hopkins trató de ganar para su causa al propio comandante del Water Witch, Thomas Page. Pero este tenía sus propios desencuentros con el Gobierno de Don Carlos, pues antes del suceso frente a Itapirú, ya había remontado el Paraguay excediendo la autorización oficial.
Este clima sensible no disminuyó con los años, y cuando en 1857 James Buchanan asumió la presidencia de Estados Unidos, empezó a gestionar ante el Congreso la constitución de una flota de guerra para navegar hasta Paraguay y pedir explicaciones y un resarcimiento de al menos 500.000 dólares por el incidente del Water Witch.
En diciembre de 1858, una flota compuesta por 20 naves, 200 cañones, 257 oficiales y 2.500 soldados zarpó hacia Paraguay. Era la mayor fuerza naval salida de Estados Unidos hasta ese momento. La diplomacia de los cañones puesta al servicio de los más poderosos.
A comienzos de 1859, la escuadra remontó el Paraná, con la anuencia de la Confederación Argentina, presidida por Justo José de Urquiza. El presidente argentino se consideraba un amigo de Paraguay y, a pesar de que no detuvo a los norteamericanos, propuso su intermediación para solucionar el conflicto.
El comisionado civil enviado por los Estados Unidos, el juez James Butler Bowlin, aceptó la intercesión de Urquiza y abandonó la fragata insignia Sabine para embarcarse en el Fulton hacia Asunción. Sus afanes pacíficos se vieron estimulados cuando se enteró de que 12.000 hombres y varias baterías, además de una reserva de 16.000 soldados, aguardaban en Humaitá a los norteamericanos.
Las conversaciones con López fueron cordiales y el Gobierno paraguayo accedió a pagar una indemnización de 10.000 dólares a los familiares del marino fallecido, una cifra muy alejada de los 500.000 dólares pretendidos por los yanquis y los 250.000 que Don Carlos estaba dispuesto, inicialmente, a abonar. Además, se firmó un tratado de comercio y libre navegación por ríos paraguayos.

Consecuencias
¿Se acuerdan de la demanda de Hopkins? Un juez estadounidense la desestimó y le dio la razón al Gobierno de López. Bowlin y el comandante de la escuadra norteamericana, comodoro William Brandford Schubrick, también terminaron por ponerse del lado paraguayo.
En Estados Unidos, el incidente tuvo un amplio destaque en la prensa, y el prestigioso semanario Harper’s Weekly satirizó la situación publicando caricaturas de cómo el público norteamericano esperaba que fuese la guerra contra el Paraguay, con los soldados yanquis victoriosos, y cómo terminó en realidad, con un cordial brindis entre las partes.
Para los paraguayos, quedó la satisfacción de no haber cedido ante los reclamos y la demostración de fuerza de un país, que todavía no era una potencia mundial, pero que contaba con un poderío mayor que el nuestro. Don Carlos, un pacifista convencido, mostró que tenía la firmeza suficiente para hacer prevalecer la soberanía del país. Es lo queda para la historia.