Juan Andrés Cardozo
La ideología, como teoría de las ideas, puede alejar o acercar a los individuos a la problemática social. Pero las ideologías neoconservadoras alejan, en la práctica, a la inmensa mayoría de toda conciencia y de toda acción en favor de la equidad social, de un sistema de convivencia donde la distribución no es excluyente.
Las ideologías refractarias a la justicia social son tan responsables, al igual que el predominio de los intereses de la minoría, de la pobreza y de la muerte de toda esperanza para las mayorías no poseyentes. De hecho concurren a justificar las desigualdades y sirven de instrumentos de lucha a nivel de las ideas para mantener el orden establecido. Esto es, el orden que garantiza el desequilibrio social.
Es frente a la demencial insurgencia de las ideologías protofascistas que en la actualidad urge el pensamiento crítico. Es decir, la presencia de los intelectuales. Pues habrá que re-crear y re-construir, a nivel del lenguaje, de la representación simbólica, la realidad humana en sus múltiples y sensibles contradicciones. De lo contrario, la insignificancia y la banalidad se sumarán a las pantallas que impiden la explicación racional del ocaso civilizatorio.
La función del pensamiento crítico
El pensamiento crítico es producto de una conciencia sensible ante los problemas humanos. Y de una inteligencia capaz de separar y neutralizar los prejuicios y los intereses, para intentar leer, entender e interpretar con objetividad la compleja realidad del mundo social y de la vida humana.
Pero frente a la estructura social, a la organización de la sociedad y a la articulación de los intereses, el pensamiento crítico solo conmueve a los intelectuales y a unos actores sociales permeables al dolor, a la injusticia y a la explotación humana.
Mas la calidad de su visión del mundo, sustentada en enunciados que formulan verdades, ha influido e influye para que sus ideas y críticas contribuyan a la lenta y pesada evolución de las sociedades.
Los intelectuales y la sociedad
La terminología “intelectual” proviene de la acepción latina intellectús. En su significado originario quiere decir “leer adentro”, o más propiamente explorar la abstracción y penetrar en las profundidades de las cosas para extraer de lo no visto el saber que enciende y conmina. Pero el vocablo en su denotación ideológica se empleó por primera vez en el “caso Dreyfus”, en Francia, a comienzos del siglo XX, para designar la actitud comprometida del pensador en defensa de la libertad de expresión y del derecho a la crítica del sistema.
Los intelectuales son entonces aquellos que escribiendo, manifestándose o enseñando testimonian una lúcida posición cuestionadora frente a la situación histórica de la sociedad. No son simplemente los literatos o los “analistas”, sino los que, además de responder con su talento a esas cualidades, demuestran fundamentalmente, en su escritura y en su conducta, una inteligencia crítica, inquisitorial, clarificante. En sus prácticas, tienen que distinguirse esencialmente por las virtudes del conocimiento, del saber pensar, interpretar y analizar.
El compromiso con la verdad
Por consiguiente, lo que caracteriza al auténtico intelectual es la indagación continúa de la verdad, su predisposición a no apartarse de ella ni de claudicar frente al deber de enunciarla. Solo los seudointelectuales manipulan el falso saber o la presunción de una habilidad imaginativa y retórica. En ese sentido, la relación del filósofo con el saber no puede limitarse a la mera repetición de textos o a la referencia de los autores. Está obligado, por el contrario, a la reflexión propia, a sumar por sí mismo una aportación nueva al conocimiento, sentando hipótesis diferentes a las ya expuestas. Y ni siquiera con pretensión hermenéutica le está permitido confundir la interpretación lógica y esclarecedora con la simple opinión.
Pero asimismo el intelectual se distingue por su interés en relacionar su propia tarea con el destino histórico de la sociedad. Sabe que el conocimiento escindido de la problemática social constituye una evasión, una inconsistente huida hacia el nihilismo. En cambio, el que se inserta en el centro de su conflicto y aborda el pensar como un señalado esfuerzo por iluminar y examinar los fenómenos sociales, contribuye a dilucidarlos y a tomar una posición ante las alternativas más racionales, más genuinamente humanizantes, que ofrecen.
Así, los intelectuales se enfrentan a dos complejas responsabilidades: la difícil misión de intuir, comprender o aprehender su mundo y la de actuar en él con vistas a un destino superior de la humanidad.
Esto significa que están impelidos a descifrar, decodificar, los meandros oscuros y sutiles de la ideología para proyectar la imagen inteligible de la realidad. Y también implica no una acción cualquiera, sino la práctica deliberada para instalar en la estructura social el orden más justo, más humano y más libre.