Se espera que rija y acontezca sin importar de quién se trate, ni de los recursos que tengan unos y otros a la hora de reclamarla.
Pero en el día a día, toda esta aspiración confronta con una realidad tan, pero tan injusta, que aunque siga siendo la justicia uno de los valores más importantes, en Paraguay tenemos fehacientemente demostrado que las posibilidades de que tenga vigencia son directamente proporcionales a la situación de poder y/o de recursos económicos que se detente y se posea.
En estos días, el caso de la joven herida en el rostro por un muchacho que le arrojó una copa de vidrio dentro de un pub asunceno coloca también el tema de la justicia en el centro del debate.
Las opiniones en redes sociales sobre lo acontecido y sobre el responsable del hecho son, en un altísimo porcentaje, de condena hacia el joven que provocó la agresión, y de total duda respecto a que el procesamiento del mismo vaya a concluir en un acto de justicia, en el sentido de que se le aplique algún castigo por haber agredido a una persona y que, además, asuma un resarcimiento económico a favor de la víctima por los daños causados.

La generalidad de la gente anhela que ocurra eso, porque es lo razonable –está establecido en la ley y es lo equitativo–, pero al mismo tiempo asume que, al tratarse del hijo de un empresario o por pertenecer a una familia de muchos recursos económicos, el muchacho que protagonizó el violento acto no sufrirá ninguna consecuencia por tal conducta criminal. Porque, en la práctica, algo que no debería ser siquiera una excepción se convirtió en la regla. Es lo que rige en el país.
El ciudadano tiene una noción de justicia correcta, pero ella colisiona con lo que en nombre de esta tiene lugar en el día a día. El propio sistema hace que sea así.
El Poder Judicial, que administra e imparte justicia, no infunde seguridad ni credibilidad y hasta ahora no se han visto cambios en él que intenten revertir la pésima y triste imagen que se tiene de la institución, de quienes la integran y operan. Ocurre lo mismo con el Ministerio Público, y ni hablemos de la Policía Nacional.
La idea de que uno lleva las de perder, en cualquier instancia en que se demanda justicia y de que se respete el derecho, está tan incorporada para la gran mayoría de la población que no reúne los recursos económicos ni cuenta con los contactos políticos para esperar manifestaciones de justicia.
En la cotidianidad de quienes deberían garantizar y procurar justicia, esta pasó a ser una mercancía. Un valor de altísimo precio y privativo de ciertos sectores privilegiados de la sociedad. Entiéndase dirigentes políticos, narcotraficantes en todas sus expresiones (narcoganadero, narcopastor, narcoempresario, etc., etc.), nuevos ricos, funcionarios deshonestos, y una reducida pero poderosa casta que cree poder arrasar con todo y regirse por sus propias reglas, por encima de las leyes de la nación y de los demás ciudadanos.
A quienes no pertenecen a estos sectores simplemente les queda padecer el sistema y esperar lo que hasta ahora parece irremediable, y es que la justicia no llegará sino para el mejor postor. El resto de los mortales debe prepararse para sufrir y decepcionarse una y otra vez al comprobar cuánto han prostituido todo. Incluyendo el derecho a un proceso justo, en igualdad de oportunidades, que no implique arreglos debajo de la mesa en cada fase e institución que intervenga como auxiliar de justicia. O la garantía de que la balanza no se inclinará hacia el que más billetes arrime o pretenda imponerse por el cargo que ocupa o el patrimonio que posee, sin importarle que, de ese modo, lo que se produce y legitima es pura injusticia. La que tiene lugar con demasiada facilidad en Paraguay.