¿Estaría hoy preso Óscar González Daher, otrora dueño y señor de la ciudad de Luque, si decenas y a veces hasta centenas de personas no se hubieran manifestado en su contra diariamente durante más de un mes? La historia reciente nos demuestra que el Ministerio Público es quizás la única institución que responde a los clamores ciudadanos. No se confunda: Esto refleja una debilidad institucional de la Fiscalía y del Poder Judicial.
La oleada de imputaciones a políticos empezó a finales del 2013, luego de que un torbellino de transparencia revelara con evidencias el festín de nepotismo, tráfico de influencias y excesos de la clase política. Así, miles salieron a las calles a pedir que Víctor Bogado, José María Ibáñez y otros enfrenten la Justicia.
Los estudiantes de la UNA tuvieron que tomar la universidad para forzar una reacción de la Fiscalía, que efectivamente encontró otro festival de corrupción, con una repartija de rubros docentes a planilleros y familiares. Así, Froilán Peralta y otros –muchos de los cuales ya reconocieron los delitos– terminaron procesados. De todos estos casos, ninguno siquiera llegó a un juicio oral.
Hoy, una cantidad importante de ciudadanos organizados va detrás de otros políticos, como Carlos Portillo y Miguel Cuevas. El método consiste en ir hasta sus casas, obligarlos a enfrentarlos donde no quieren, obligarlos a que los escuchen. Algunos congresistas en la mira de la Justicia ya se acercaron a los manifestantes, para evitar ser los próximos. Salyn Buzarquis, imputado por su gestión en el MOPC, pidió a los escrachadores que le dejen demostrar su inocencia con documentos.
Nadie puede alegar sorpresa ante esta última expresión del hartazgo ciudadano. La impunidad de la clase política en este país es ofensiva: En los últimos cinco años más de una docena de parlamentarios –entre diputados, senadores y parlasurianos– fueron imputados por actos de corrupción y ninguno de ellos aún fue sentenciado. Y he aquí un dato que demuestra la efectividad de los escraches: De once congresistas que empezaron este periodo parlamentario con causas judiciales en su haber, tres ya renunciaron –González Daher, José María Ibáñez y Jorge Oviedo Matto– por la enorme presión ciudadana. Ante la imposibilidad de la clase política de depurarse y el sometimiento de la Justicia, la única manera de lograr este saneamiento fue a través de la presión popular. Al renunciar, Oviedo Matto expresó lo que sus otros colegas callan: “El que diga: ‘A mí no me afectan los escraches frente a mi casa’, está mintiendo”.
No obstante, los peligros son evidentes: Ni fiscales ni jueces deberían responder a otros mandatos que los propios. Si es necesario un mes de manifestaciones, marchas y escraches para que la Justicia haga lo que tiene que hacer, ¿qué clase de Justicia recibimos? Un verdadero estado de derecho no debería funcionar así. Existen políticos corruptos hasta la maceta que pueden arrear a multitudes para repudiar a sus contrincantes, escracharlos en sus casas y negocios. De hecho, ya vimos algunos casos.
La indignación ciudadana es más que entendible y los resultados de las manifestaciones organizadas son loables. Sin embargo, necesitamos de fiscales y jueces independientes, que se muevan por evidencias y convicciones propias, no por el temor de una tormenta cívica frente a sus casas. El único camino es que el Poder Judicial termine con la impunidad política. Hoy, la Justicia tiene una brillante oportunidad de hacerlo.