23 nov. 2024

La marca mortal del gatillo fácil

La trágica muerte de Juan Daniel Ortigoza Ávalos volvió a sacudir esa alfombra de impunidad bajo la cual se amontonan los interminables casos de gatillo fácil y otras formas de violencia policial, que siguen causando muerte de jóvenes y heridas incurables en sobrevivientes, así como en sus familiares.

Más de 30 disparos realizaron hacia el automóvil en el que estaba con su novia y con un niño de 2 años; ambos se salvaron de milagro de perecer en medio de la lluvia de plomo, pero sin dudas que la angustia vivida ya la llevarán por el resto de sus vidas, al ver morir a un ser querido con armas disparadas por agentes que deberían estar para cuidarlos.

El 10 de julio, Amalio Salomón Mesa fue herido con escopeta en un confuso episodio. Se trata de un hombre que se dedica al reciclaje en los límites de las ciudades de Asunción y Lambaré. Él asegura que fueron policías de la Comisaría 13 Metropolitana los que le dispararon y además denunció que le sacaron sus pertenencias. El caso es investigado por el fiscal Alberto Fernández.

Son casos extremos que salieron a la luz y que dejan en evidencia los viejos vicios de una institución que no logra limpiarse del todo y reivindicarse con la sociedad, a la que ya hizo bastante daño, dejando heridas incurables, debido al actuar de muchos de sus hombres.

En los papeles, aparentemente, existen los mecanismos para tratar de luchar contra este tipo de hechos, pero falta ponerlos en práctica.

Se elaboró un manual del uso de la fuerza, para los agentes policiales que cumplen servicio en los distintos puntos del país, pero, al parecer, el material no recibió buena acogida por parte de los uniformados, ya que siguen tropezando con la misma piedra.

“Realizar tiros de advertencia; disparar desde o hacia vehículos en movimiento excepto en los casos en que de no hacerlo sea evidente que el personal interviniente o terceros inocentes resultarán gravemente heridos y no haya otra alternativa para evitarlo; disparar a un presunto responsable cuando otros niveles de fuerza están disponibles y resultarían efectivos; disparar cuando hay un riesgo inminente para terceros”, son algunas de las prohibiciones que establece el manual.

De haberlas leído, se podrían haber lamentado muertes y lesiones graves que marcaron para siempre a muchas personas.

Una de ellas es Richard Pereira, que quedó en silla de ruedas, luego de haber sido disparado por un agente policial de la Comisaría Cuarta Central.

El daño que le provocó lo sucedido en la fatídica madrugada del 11 de febrero de 2019, no puede repararse con la condena de los responsables del hecho. La justicia no saca el sabor amargo, ya que él y sus padres deben luchar para que el Estado se haga cargo de la responsabilidad de haber dado armas a personas que no estaban capacitadas para usarlas.

Situación similar es la que viven Anderson Medina y su familia, que son oriundos de Ciudad del Este y que llevan adelante un calvario que ya dura 10 años.

En el 2012, un suboficial de Policía le disparó en la espalda en medio de una barrera creada para extorsionar; logró sobrevivir, pero le quedaron varias secuelas en el cuerpo y en la mente.

Su padre, Alberto, asegura que ya no puede dormir bien por las noches, que el infierno vivido es una marca que ya llevará de por vida.

Tuvo que recurrir a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para que el Estado paraguayo se haga cargo de la situación y pueda costear los tratamientos físicos y sicológicos de su hijo. Esperando que la justicia y la reparación vengan de afuera.

Mientras no exista una voluntad seria de depurar estas viejas prácticas de apriete, de violencia excesiva bajo el manto de la impunidad, seguiremos lamentando la pérdida de vidas inocentes y pasando los días con la zozobra de ser alcanzados por las balas de un policía gatillo fácil.

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