Todo empezó en los años 90. Hasta entonces, el crimen organizado y, principalmente, el narcotráfico, localizados en el Amambay, funcionaban según el clásico modelo de la antigua mafia siciliana, con poderosos padrinos que imponían una autoridad única, aplicando un esquema paternal y benefactor, en que evitaban la violencia y utilizaban el soborno para no llamar la atención.
En la fronteriza y entonces casi inaccesible región de Capitán Bado reinaba el viejo João Morel, apodado el rey de la marihuana, junto a su hijo y heredero, Ramón. En 1998 cometió un error: aceptó dar refugio a uno de sus socios internacionales, el entonces líder de una creciente organización criminal brasileña llamada Comando Vermelho (CV). Se llamaba Luis Fernando da Costa, más conocido como Fernandinho Beira Mar, quien halló un esquema primitivo de organización delictiva, el cual ayudó a modernizar y expandir a nuevos mercados, agregando elementos como el tráfico de armas y el lavado de dinero.
El brasileño decidió arrebatar el valioso negocio criminal a sus socios paraguayos. En la calurosa siesta del 13 de enero de 2001, los sicarios de Beira Mar acribillaron a Ramón y a su hermano Mauro Morel, junto a todos sus capangas, en pleno centro de Bado. Una semana después, el patriarca de la organización, João Morel, era asesinado en el interior de una cárcel de máxima seguridad, en Campo Grande. Caía el imperio de los viejos capos y en su lugar desembarcaba el Comando Vermelho.
Muy pronto, la otra temible nueva organización criminal, el Primer Comando da Capital (PCC), decidió seguir a su competidora para instalarse también en nuestro país. Empezó así la guerra entre las dos bandas brasileñas que desde hace dos décadas desangran al Paraguay.
En el 2001, en un informe del diario Folha de São Paulo, el entonces jefe de la Policía Federal brasileña en la Embajada de Asunción, Antonio dos Santos, explicaba que el Paraguay era “el mejor lugar para operar” para el PCC y el CV, por la gran corrupción que existe, porque la Policía, la Justicia y los políticos se pueden comprar fácilmente. Y desde Pedro Juan, el “embajador paraguayo” del PCC, Carlos Capilho Caballero, alertaba que en pocos años dominarían las cárceles paraguayas y desde allí toda la estructura criminal.
A pesar de múltiples advertencias, nada se hizo por evitar la expansión criminal. Nuestras cárceles, surrealistamente desbordadas de presos sin condenas, verdaderos focos de violencia y corrupción, con gente pobre abandonada y olvidada a su suerte por la sociedad en inmundos agujeros que llaman prisión, se han convertido en el terreno más fértil para los fanáticos del crimen, la violencia y la muerte. Establecimientos penitenciarios que tienen a 30 seres humanos en una celda donde apenas deberían caber tres, son el peor ejemplo de la inhumanidad de un sistema al que ellos quieren meter bala, fuego y dinamita.
Ya están aquí. Hace mucho que están aquí. Tienen el poder para hacer volar por los aires un auto blindado, como el del capo mafioso Jorge Rafaat, en pleno centro de Pedro Juan Caballero (noviembre del 2018), para mantener a raya durante toda una noche a toda la Policía de toda Ciudad del Este, mientras se llevan 40 millones de dólares de una empresa de seguros, tras incendiar 19 automóviles (abril, 2017), para disponer libremente de armas de fuego y machetes en la cárcel de San Pedro, acribillar, cortar cabezas e incinerar los cuerpos de sus enemigos (junio del 2019). Son cientos o quizás miles. Dentro de las cárceles, donde cada vez ganan más adeptos ante la incapacidad o la inercia del Estado paraguayo. Y afuera, donde manejan cada vez más las redes criminales, con la evidente complicidad de autoridades y políticos corruptos.
Es la oscura amenaza que crece desde atrás de los barrotes. La que nos habíamos negado a ver, a pesar de todas las señales. Ya están aquí. Hace mucho que están aquí. Es tiempo de pensar seriamente qué vamos a hacer al respecto.