29 sept. 2024

La peligrosa sociedad civil paraguaya

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Corrían los años 90. Yo transitaba los doce años y observaba con cierto interés los sucesos políticos y sociales cambiantes de aquel tiempo. El país iniciaba la transición democrática y algunos de mi generación seguíamos el desarrollo de los acontecimientos.
El golpe del año 1989, las elecciones municipales de 1991, la histórica Asamblea Nacional Constituyente de 1992 y luego las elecciones generales de 1993, donde por primera vez, desde 1936, un presidente civil asumía funciones. Mucho para tan corto tiempo.

En todo este proceso acelerado de transformación radical del régimen político era común, casi una obviedad, entender la participación conjunta de organizaciones de la sociedad civil a la par de la representación político/partidaria en el diseño de las políticas públicas y su implementación en base al modelo de “democracia representativa, participativa y pluralista” consagrada constitucionalmente. Era un gesto de la clase política de reconocer –frente al pasado ignominioso de tortura, represión y muerte sostenido desde 1954– que la democracia, para que sea una realidad concreta en lo cotidiano, debía involucrar activamente a la ciudadanía, dando espacios a la participación de la sociedad civil organizada.

La misma sociedad civil que, históricamente, había sido perseguida y cancelada desde el Estado. Basta recordar el Decreto N° 152 de 1936 de “Defensa de la paz pública” que rezaba textualmente la prohibición de toda actividad de carácter político que no emane explícitamente del Estado, o el Decreto N° 1 del 18 de febrero de 1940 que ponía en receso a los partidos políticos, indicando entre otras cosas... “llevar la acción civilizadora del Estado a todas las capas sociales” y “asegurar el interés de la Nación sobre el interés individual”, prolegómeno de lo que sería la constitución de 1940, donde el Estado aparecía, como el único gestor de toda la sociedad.

Cómo no recordar en estas líneas la “Revolución Nacionalista Paraguaya” emprendida por el régimen de Higinio Morínigo, que proscribió al Partido Liberal, declarándolo fuera de la ley, para luego apresar, torturar y confinar a sus dirigentes, a lejanos lugares, además de imponer la pena de muerte por cuestiones políticas, prohibiendo asambleas, mítines y toda difusión de ideas críticas hacia las “autoridades nacionales”, decretó además el receso sindical y la movilización militar de todo obrero que se declarase en huelga (solicitando para ello ideas a los gobiernos de Italia y Alemania sobre cómo paralizar huelgas obreras).

Estas ideas tienen, lógicamente, su prosecución en la longeva dictadura de Stroessner que coronó todo un proceso que tendía hacia un Estado que cautive a la sociedad civil (Martini; Flecha, 2019). Esta es la foto de una secuencia de regímenes que, desde 1936 y hasta 1989, oprimieron a la sociedad paraguaya, subyugándola. Por eso, la decisión política de establecer constitucionalmente a la participación ciudadana y el pluralismo, como núcleos fundamentales del nuevo régimen, representaba una señal de los nuevos tiempos que el país empezaba a transitar.

En ese contexto, la participación activa de organizaciones como DECIDAMOS, MUJERES POR LA DEMOCRACIA, CIDSEP, CDE –y puedo estar omitiendo muchas otras– en la difusión del proceso constituyente a todo el país, pero además, colaborando técnicamente en el contenido los proyectos de constitución, fueron muy importantes para asegurar que los derechos fundamentales queden plasmados claramente en el texto final.

De ese tiempo a hoy, las organizaciones de la sociedad civil, acompañadas por agencias de cooperación internacional y organismos multilaterales, han sido activos protagonistas de la transición democrática, complementando el trabajo siempre limitado de un Estado que, a veces por carencias propias, otras, por omisiones adrede, no fué capaz de atender las ingentes demandas de los diversos sectores sociales.

La sociedad civil ha impulsado proyectos emblemáticos en temas de derechos humanos, género, agua y saneamiento, protección del medioambiente, educación, acceso a la salud, transparencia y acceso a información pública, gobernabilidad, educación cívica, procesos electorales, estado de derecho, y podría seguir pues, la lista es larga. Todos estos proyectos auditados y controlados estrictamente por los propios cooperantes así como por las instituciones de control del Estado paraguayo.

¿A qué viene toda esta persecución actual? Batalla cultural, agenda antiderechos y desinformación manifiesta, por sobre todas las cosas.

Una comisión legislativa de investigación de lavado y narcotráfico, integrada por miembros pertenecientes a una misma facción política, o sea, NO PLURAL, algunos de dudosa honorabilidad, emprendiendo una vergonzante caza de brujas con el indigno acompañamiento de periodistas y conglomerados mediáticos. Macartismo puro, a lo Paraguay, en pleno siglo XXI.

Escribo estas líneas en homenaje a colegas, amigos y organizaciones –en algunas de las cuales me ha tocado trabajar– que están siendo víctimas de esta irracional arremetida contra derechos y garantías fundamentales. Parafraseando a John Proctor –aquel granjero de la obra de Arthur Miller “Las brujas de Salem”– quien se oponía a las acusaciones de brujería y que por ello luego fue acusado de brujería y ejecutado en los juicios de Salem… “¡Porque es mi nombre! ¡Porque no puedo tener otro en vida! [...] ¿Cómo puedo vivir sin mi nombre? ¡Les he dado mi alma! ¡Déjenme mi nombre!“.

Porque se trata, ni más ni menos, del honor y la reputación de estas personas y organizaciones, que en un Estado de Derecho no pueden ser mancillados graciosamente, menos desde un poder del Estado.

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