La pobreza es ver las oportunidades pasar y no estar en condiciones de alcanzarlas. La miseria es no saber que existen esas oportunidades.
Según el último informe gubernamental, el 28,86% de la población es pobre en el Paraguay, lo que implica 1.950.000 personas. Mientras que la pobreza extrema –el nombre técnico para la miseria– alcanza al 5,37% de los connacionales.
Las variables que se toman en cuenta para establecer estas estadísticas son consideraciones prácticas que hablan de acceso a servicios o ingesta de valores calóricos de acuerdo con la canasta básica alimentaria.

Pero como los números pueden ser tan manipulables y mentirosos como las palabras, estas cifras reflejan más bien consideraciones político-administrativas antes que la plena realidad. Como mínimo son imágenes distorsionadas, interesadas, parciales.
En verdad, la más terrible imagen de la pobreza es el eterno inmovilismo. Estar sumergido generación tras generación en el espeso caldo de la más absoluta incapacidad de salir adelante. Asfixiados, internamente inválidos.
Pero no es un asunto solamente de dinero, pues cualquiera puede prescindir del dinero sin ser pobre. Además, también hay algunos ricos que son pobres porque lo único que tienen es dinero.
A ciencia cierta, lo terriblemente injusto es que la pobreza funcione como una condena, como un mal hereditario, como un suplicio marcado a fuego en el ADN.
Este tipo de pobreza mutila al hombre, lo reduce a su mínima expresión y lo hace funcional a una serie de manipulaciones terrenales y divinas.
Romper el círculo eterno de la pobreza es el desafío de cualquier sociedad que se precie de tal. Y el mejor camino es la educación. Pero no la educación que sirve para volver más llevadera la condena o para hacerles útiles al propio sistema nocivo que los mata en vida.
La educación que verdaderamente sirve es la que los empodera, les explica cuáles son sus derechos y les brinda las posibilidades prácticas y reales para salir del estancamiento físico, existencial, moral y económico. Y debe ser una educación académica y espiritual.
Y ahí entran a tallar la Iglesia, las fundaciones, los individuos y, fundamentalmente, el Estado, como máxima expresión de la comunidad.
Pero también los pobres deben ayudarse. Que digan no al clientelismo en las próximas elecciones. Que rechacen el G. 100.000 que les ofrecerán por su voto y que dejen de guiarse por los colores. De lo contrario, solo añadirán más años a su miserable condena.