A lo largo de la historia siempre hubo hombres y mujeres que se ganaron el respeto, la admiración e incluso el fanatismo de sus contemporáneos, personas que sobresalieron por su genio, su talento, su coraje o su generosidad. Desde Einstein y Churchill hasta Mandela, los Beatles y Maradona. Nada tan humano como que sus admiradores los llenaran de elogios e hicieran cola para escucharlos, verlos e incluso tener el privilegio de estrechar su mano.
Alcanzar ese reconocimiento colectivo ha sido también el sueño de muchos otros que, carentes de dones que les permitieran granjearse esos afectos, buscaron la sumisión de los demás a través del miedo o la codicia. No es difícil diferenciar a unos de otros.
No hubo un tirano que no se rodeara de cortesanos que lo llenaran de lisonjas. No hubo dictador que no organizara manifestaciones masivas en las que se rindiera culto a su persona. El deseo casi enfermizo de esos hombres y mujeres de ser reconocidos como seres excepcionales (con preeminencia notable de los primeros) ha quedado registrado en monedas, banderas, himnos, estatuas, templos y novelas. No hay un país que no haya tenido a su emperador, su dictador o a su único líder.
Hay tres áreas de la actividad humana donde estos mesías, estos salvadores de la patria y el alma, surgen con mayor facilidad: la política, la religión y la economía. Y en no pocas ocasiones se ha dado una combinación perversa de estas, como pasa con líderes político-religiosos que gobiernan aun hoy las dictaduras islámicas. La relación entre el poder económico y el político tampoco es nueva; por supuesto, es tan vieja como el poder y la disputa por conseguirlo. Lo que sí resulta relativamente novedoso es la irrupción directa de empresarios multimillonarios en las disputas electorales. Ya no son solo financistas o titiriteros, sino que ahora quieren ser los que esgriman la lapicera.
Acaso la diferencia principal entre estos líderes de origen netamente político o religioso y los que son catapultados mayormente por el dinero es la forma como se genera la captación de sus adeptos. No hay mucho que decir con respecto a la religión y a la ideología. Ambas son capaces de provocar pasiones y seguidores incondicionales. Por supuesto que ambas también secuestran voluntades mediante la promesa de cargos y beneficios, desde la venta de indulgencias hasta las licitaciones amañadas; pero, en general, hay siempre algún nivel de convencimiento con relación a la doctrina del líder, algún resto de coincidencias partidarias o místicas.
Con el padrón oro, el escenario cambia sustancialmente. Allí no hay credo ni principios. Es una cuestión de negocios. No hay afectos duraderos, apenas voluntades rentadas. El detractor del pasado, el enemigo irreconciliable de la semana última, el aborrecible de ayer y el disidente de mañana, todos caminan sumisos para besar el anillo del poder. Una larga y vergonzosa caravana de obsecuentes esperando la bendición del gran financista, del accionista mayoritario del gobierno.
No debe haber muchas escenas tan repugnantes. El hombre y la mujer despojados de toda dignidad, hincando la rodilla ante un igual cuyo único mérito es el dinero. Una puesta en escena grandilocuente y chabacana con un solo objetivo: hacer una demostración de fuerza, una farsa hipócrita de presuntas lealtades que se acabarán tan rápidamente como surgieron, apenas se ponga el sol para el financista de turno.
Es indigno para ambos, para el obsecuente y para quien paga la obsecuencia. Debe ser triste saber en el fuero interno que todo ese artificio depende exclusivamente de que la maquinaria de hacer billetes siga funcionando, que no hay una sola ponderación, un humilde elogio que sea genuino, que surja de la admiración, del respeto o del afecto. Acaso no hay pobreza mayor que quien tiene que pagar para sentirse querido.