La melodía, según aprendí leyendo al filósofo nimbado de música Theodor W. Adorno, fue un invento del siglo XIX, como muchas cosas que perduran. Bueno, no la melodía misma, claro está, que es tan vieja como la música y que el clasicismo europeo urdió como parámetro principal, sino su uso como recurso privilegiado, casi único. Fue un aporte exquisitamente romántico, convertido después en fetiche por el posromanticismo, en autoritaria y mágica preponderancia.
Fue todavía más con su aislamiento estilístico bajo la fórmula de los lieder cantados, un hallazgo de gran popularidad (y varia belleza), sobre todo en Schubert, cuya música tanto gustaba a nuestros musicales poetas modernistas de la América hispana hasta principios del siglo XX, entre ellos a nuestro crepuscular Manuel Ortiz Guerrero.
Un caso particular de melodía, dice Adorno, sería el designado en inglés con la palabra tune, que discurre en la ininterrumpida voz alta y permite, en cierta medida, adivinar lo que se avecina y convertirlo en una sucesión “natural” que deviene “melódica”: La podemos tararear con facilidad. Ahí lo mismo están Guavira poty de Mauricio Cardozo Ocampo que Wasting Love de Iron Maiden o el Sueño de amor de Liszt. Lo que Adorno llamó “una manera de ser, entre muchas, elevada a la exclusividad”.
En otro texto beethoveniano, entre los muchos que escribió el musicólogo de Fráncfort, se lee: «La rabia de Beethoven tiene que ver con la prioridad del todo sobre la parte. Rechazo por así decir de lo limitado, lo finito. La melodía gruñe con rabia porque nunca es el todo», en un material en donde siempre lo que se persigue es el “tema”, la “idea”.
«En el brillante hogar del entusiasmo, tengo que abandonar la melodía, porque escapa en todos los sentidos», escribe el propio Beethoven. Romain Rolland afirmó que la frase alemana original que usó el compositor «indica una descarga torrencial, mas en una dirección». «Voluntad y fuerza de la naturaleza, juntamente», escribe Rolland en una nota al pie de página de su apasionado libro sobre Goethe y Beethoven.
Esta batalla volcánica con la melodía tiene un lugar indómito, acaso ejemplar para los tiempos futuros, los nuestros, en los cuatro movimientos de la Séptima Sinfonía, de 1813. Tiene uno de los arranques sinfónicos más hermosos, in media res, como las novelas Balzac, admirador de Beethoven.
En la Séptima el compositor nos propone un vibrante tobogán sonoro, en una de las etapas más felices de su vida, a la vez que más enferma: La misma de la derrota de Napoleón. De hecho, en una expresión espontánea de la magnitud del arte de Beethoven, el público, la gente en las calles de Viena, interpretó su música, la incorporó en toda su complejidad como emoción y como síntesis, como el triunfo de la libertad frente a la conquista y la arrogancia napoleónicas, como quizá solo otra sinfonía número siete, la Lenigrado de Shostakovich, haya intuido todavía antes de la total derrota nazi, hacia 1941. Para Beethoven, que simplemente estaba exultante de arte, pero también de política, cuando la compuso, y a pesar de la enfermedad, fue «uno de los productos más felices de mis débiles fuerzas».
«La persigo, nuevamente la abrazo con pasión, veo cómo huye y se pierde en el caos de las impresiones, pronto la recupero con pasión», habla Beethoven de la melodía, de la música como agitación. Josep Pons, director musical del Gran Teatre del Liceu de Barcelona, antes de que Gustavo Dudamel dirigiera las nueve sinfonías en 2017, definió la Séptima en Twitter: «Energía rítmica en estado puro. Rock&roll». Fue George Martin quien entendió esto, ciento cincuenta años después: Nos dio a Los Beatles y su amanecer de los días agitados
El pasado 16 se cumplieron 250 años del nacimiento del músico alemán que vivió angustiado y aislado durante décadas a causa de su sordera, mientras creaba la múltiple rabia melódica que todavía suena magnífica en esta época sorda de tanto gritar, paradójicamente aislada, con la música como refugio y destino.