Te reías aquella mañana, Santiago, durante el contacto en vivo desde tu Radio Mburucuyá, en Pedro Juan Caballero, con Radio Ñandutí en Asunción, cuando el inefable Humberto Rubin te pedía que te cuides ante las muchas amenazas de muerte.
Te reías, porque las amenazas eran parte de tu vida, el camino del periodismo que habías elegido desde que te instalaste en la bella pero convulsionada región del Amambay.
Te reías, porque “cuidarte” significaría dejar de publicar sobre los turbios negocios del Turco y sus compinches en la frontera, cuyos nexos llegaban hasta el Palacio de Gobierno y los círculos de poder en Asunción y todavía más allá. Esa opción no era negociable. Dejar de publicar sería dejar de ser periodista, al menos en la acepción del periodismo que elegiste en los 70, cuando fuiste parte de la primera promoción de Periodismo en la Católica y le dijiste a tu novia y luego esposa Ani Morra que crearías tu propio medio de comunicación, porque los de entonces no decían casi nada sobre los crímenes de la dictadura. Sería una radio pequeñita pero libre, en algún lugar de la frontera, con el nombre de la flor más linda del Paraguay.
Te reías esa mañana del 26 de abril de 1991, Día del Periodista Paraguayo, en que organizabas un almuerzo para los compañeros de la radio. Te reías cuando le respondiste a Rubin con esa frase que hoy nos ilumina: “Hay dos clases de muerte, Humberto. Una es la muerte material, la muerte física. Y otra es la muerte cuando uno abandonó la ética y la voluntad de trabajo”.
Te despediste de los oyentes de tu programa Puertas abiertas y saliste al encuentro de tu trágico destino, esos 21 balazos que, bajo la luz cenital del mediodía, en plena tierra de nadie, marcaron con extrema violencia tu muerte física, instalando para siempre en nuestros corazones tu vida ética.
Pasaron treinta años, querido Santiago Leguizamón, para que aparezca algo parecido a la Justicia. En estas tres décadas, la Fiscalía, el Poder Judicial y el Gobierno, en lugar de descubrir a tus asesinos, se dedicaron a encubrirlos. Los propios sicarios confesaron a la Federal brasileña que quienes ordenaron tu asesinato fueron Daniel Alvares Georges y Luis Henrique (Tulú) Alvares Georges, hijo y sobrino del padrino Fadh Jamil Georges, pero nuestras autoridades no se dieron por enteradas. El entonces presidente Andrés Rodríguez era compadre y socio de Jamil, cuya principal obsesión era hacer desaparecer una foto que tenías en tu poder, que los mostraba a ellos dos con el narco colombiano Pablo Escobar Gaviria, celebrando amistad y negocios.
Ante los caminos cerrados en la patria, tus familiares tuvieron que recurrir a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que consideró que el Estado paraguayo violó derechos y elevó el caso a la Corte IDH. A las puertas de un nuevo juicio internacional desfavorable, el presidente Mario Abdo Benítez comunicó esta semana que el Gobierno se allana a la demanda, asume la responsabilidad de no haber sancionado el crimen y se compromete a la reparación, sentando un precedente histórico para la protección y la seguridad de los periodistas.
A veces, la Justicia tarda 30 años, Santiago. En algún lugar entre las estrellas o la memoria, de seguro te estás riendo.