26 nov. 2024

La saga de los Barret: El tirón de sangre de Rafael

Virginia Martínez acaba de presentar en Paraguay una biografía de la familia Barrett, La vida es tempestad. Habló del libro con el Correo Semanal.

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Virginia Martínez, autora del libro La vida es tempestad.

Daniel Duarte.

A Virginia Martínez le brillan los ojos cuando habla de los Barrett. Uno no duda de que ha pasado mucho tiempo en un orbe y un tiempo distintos (pero no tanto) hurgando en la saga de un apellido cuyo talento y cuya valentía se propuso narrar en La vida es tempestad, una historia de la familia Barrett que lleva como subtítulo “Literatura, resistencia y revolución”, que ahora tiene una edición paraguaya con Arandurã y que fue presentado en Asunción esta semana. Antes conversó con el Correo Semanal.

–¿Cuándo empezaste a trabajar en este libro?

–Cuando terminé mi periodo en la televisión pública me fui para mi casa a retomar esta investigación que yo había empezado mucho tiempo antes, incluso, bastante antes de entrar en la televisión. Hasta publiqué un libro en medio, sobre otro tema. Entonces fui a retomarlo y me presenté a un fondo. Lo gané y me ayudó mucho para la investigación y ahí estuve zambullida durante dos o tres años. Tuve distintas inmersiones: en la Guerra del Chaco, en la Revolución Cubana…

–Te quedabas en una época histórica durante un periodo

–Y sí, en mis lecturas. Traté además en muchos casos de estudiar el periodo, pero también leer literatura. Mi intención siempre fue situar a los personajes en las distintas circunstancias y que también tuviera una resonancia singular eso. Son tres vidas. No es una memoria social solamente, son tres individuos: es Soledad, su papá y su abuelo, actuando en la sociedad, pero también quise que estuvieran allí la música, las relaciones personales, las cartas amorosas…

–La reconstrucción de una época…

–Sí, con la intención de que hubiera una morada sobre las personas convertidas, de alguna manera, en personajes.

–¿En qué momento de tu vida entran estos personajes?

–El apellido es siempre, para alguien que tenga una formación histórica y conozca el conjunto de la cultura de izquierda, de las luchas populares en Uruguay, un nombre importante. El de Soledad, esa imagen del diario con los muslos tajeados, fue una advertencia en un país en el que estamos acostumbrados a ubicar la violencia en los setenta y, sobre todo, del lado de la guerrilla.

–En la Argentina, la tajearon a una maestra recientemente y en Brasil hicieron lo mismo que hicieron con Soledad con las esvásticas.

–También hice la misma asociación. Además está esa cosa de marcar el cuerpo de la mujer… Conocía poco la obra de Rafael; sí sabía quién era, por supuesto, pero me puse a leerlo y… Hay un español que dice que hay pocos autores en los que haya tanta desproporción entre su talento y el reconocimiento. Yo lo siento así. A mí siempre se me hizo como una idea de que si existe esa idea del “hombre nuevo” que en algún momento se manejó, creo que él es el mejor representante: por su compromiso, su generosidad, y además ese talento, ¡y ese humor!, porque era un hombre que tenía mucho humor.Yo acá trabajo mucho las cartas, las de amor. Ese amor apasionado por su mujer y ese culto de ella hacia él, para mí fue todo un descubrimiento. Es un libro escrito con mucho placer, aunque hay dolor. La historia, si no fuera real, sería digna de ficción.

–Las cosas que le pasaron a los Barrett son muy novelescas, de hecho.

–Absolutamente. A mí me gustó mucho hacer para la familia el rescate de Álex, que es un nombre que estaba escondido, siendo alguien que estuvo en la Guerra del Chaco, en la guerra civil, en el FULNA, en todo. Después pasó el exilio en Uruguay y después se tuvo que ir a Venezuela. Sin embargo, no había nada de él. Entonces a mí me gustó mucho rescatar la figura de Álex. Y me gusta cuando yo lo veía en las cartas, porque el padre tenía una locura religiosa por su hijo, y el dolor de saber que no lo va a ver crecer, y todo el derrotero de ese muchacho que se va transformando. ¡Entra en la Escuela Naval! ¡Se va a recibir de marino! Tiene ese gesto de negarse a saludar la bandera argentina y arruina su carrera militar. Fue un hombre al que siempre le interesaron las armas, porque las armas, la política y las matemáticas eran una triada para él.

–En la política y las matemáticas coincidía con su padre.

- Pero él siempre fue un hombre mucho menos libre conceptualmente, un hombre de organización política, un conspirador además; obligado, pero era un conspirador. Cosa que Rafael no era. Ese descubrimiento, te decía, me gustó devolvérselo a la familia, como una reparación, a los hermanos de Soledad, a los hijos de Álex.

–¿Qué fuentes nuevas encontraste en torno a los Barrett?

–En Rafael lo nuevo no son las fuentes, sino el enfoque. No me ocupo prácticamente de su obra. Hay un capítulo allí que lo trata, porque hubo una polémica muy fuerte en Uruguay a su muerte. Hubo un crítico que lo elogió y otro muy reaccionario que dijo: “¿Qué hay para rescatar de Barrett? ¿Qué aportó? ¿Hablar mal de los reyes? ¿Hablar en contra de la propiedad? ¿Tener una visión negra de la humanidad?”. Por eso en el caso de Rafael creo que hay una lectura nueva, un énfasis en el individuo, en su vivencia, en el personaje, en la biografía más que en la obra. En Álex, todo es nuevo.

–Es un personaje para mostrar, casi una novedad.

–Es para mostrar. Vine acá, estuve en la Biblioteca. Indagué acerca de cuando lo detuvieron a Álex, cuando cayó en una redada y él se resistió e increíblemente no lo mataron. Eso está construido basado en algo de prensa, testimonios directos, dos o tres relatos porque todos los Barrett escriben: ha escrito Rafael (Barrett Viedma), el hermano de Soledad; ha escrito Alberto, que incluso ha publicado sus memorias; Fernando, que dicen que es el más parecido al abuelo, murió en Caracas. Hay muchas entrevistas con los hijos. En Soledad ya las fuentes son mucho más amplias.

Está todo lo que se ha trabajado en Brasil y además hay mucho más trabajo sobre la memoria en torno a ella. Entrevisté a sus compañeros de Cuba, a la familia con la que dejó a su hija, que crió a su hija, y me metí en los archivos de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia (de Uruguay) para ver todo lo que fue el episodio del atentando. Una compañera me ofreció datos de cómo fue todo el episodio dentro del hospital en el que ella llega lastimada. La atiende un médico paraguayo. Incluso, cuando tiene que ir al juzgado a declarar, enseguida la hacen culpable a ella. Es algo que sorprende. Fue una cosa muy dura ver la falta de empatía con una chiquilina de quince, dieciséis años.

–Es un tipo de falta de empatía con la víctima que se ve hoy mismo con las mujeres.

–Sí. El abogado dice: “A esta chiquilina la citan al juzgado a las 7 de la mañana, la meten en un camión con todos los borrachos”, es decir, nada de víctima. Una cosa que a mí me sorprendió mucho es que los policías que estaban en la investigación en julio de 1962 son tipos que van a hacer carrera en la lucha contra la subversión y van a hacer notorios torturadores. Figuritas que ya están en circulación. Es una época de un intenso y virulento anticomuinismo. En Uruguay nos han “vendido” esa década como una década de siesta democrática, y no es así. Es de bandas de ultraderecha, de reivindicación del nazismo. Lo de Soledad tiene que ver con que esa época, cuando secuestraron a (el inventor de la “solución final” Adolf) Eichmann en Argentina.

–¿Qué cuenta acerca de la traición y muerte de Soledad en Brasil?

–Hay un testimonio capital, que es del hermano menor de Soledad, quien fue secuestrado con ella. Vivía con Soledad y el cabo Anselmo. Está todo cómo se arma ese día del asesinato, eso está. Tuve acceso a los documentos de la policía forense, las autopsias. Está la mirada desde Cuba, la reflexión y explicación de sus compañeros de Soledad. Eso es algo que no estaba. También cuento cómo fue procesado el episodio de la traición de él (cabo Anselmo), el tema del supuesto embarazo de ella, creo que son aportes nuevos a la historia. Además, logré ubicar a las compañeras con quienes ella viajó a Moscú antes desde Uruguay. Soledad cumplió dieciocho años en Moscú.

–¿Entrevistaste a las compañeras de aquel tiempo?

–¡Sí! ¡Paraguayas!

–¿Y cómo reaccionaron ellas al recordarla?

–Muy conmovidas. Las dos viven en Buenos Aires, una de ellas fue presa poco después. Además que también eso es algo bastante particular, porque no se puede hablar de Soledad abstrayéndose de esa muerte horrorosa, de ese atentado y también de su belleza.

–Aquello de Miss Paraguay que escribió Benedetti…

–A mí me pasa eso también con Zelmar Michelini, el legislador uruguayo que fue asesinado en Buenos Aires. Su mirada, su melena, su compromiso siempre estuvo tocado por esa muerte atroz. Entrevisté a sus compañeras de la Juventud Comunista, y enseguida es Soledad y su belleza, Soledad y su voz, Soledad y la galopera. ¡Y yo empecé a buscar en internet la galopera!

–¿Le gustaba bailar la galopera?

-Ella y sus hermanas se destacaban. Viste que en Montevideo desde fines de los 40 había una sociedad de damas paraguayas exiliadas, que había ido después de la guerra civil. Era un poquito de tomar el té. Se empieza a politizar con las nuevas oleadas, del 50 y 60. En ese grupo bailaban Soledad y sus hermanas. Una vez le pregunté a Rafael Barrett Viedma: “Che, ¿todos ustedes cantan y tocan un instrumento?”. Y me dijo: “Todos los paraguayos”.

Así escribe

Areguá

Por más que buscara en la memoria, Álex no podía encontrar más que un solo recuerdo propio, claro y distinto, de su padre. El de aquella mañana de sol que fueron con Panchita a despedirlo y se quedaron mirándolo hasta que el barco se perdió en el horizonte: “Tenía tres años cuando mi mamá me llevó al puerto de Asunción a despedirlo.

Las plataformas de madera del muelle se bamboleaban y mi madre me tomaba del brazo para no caerme. Su figura se alejó dentro del barco que lo llevaba a Europa. Su mano alzada señalando el adiós es la única imagen que de él aún conservo en mi mente”. El resto eran historias que se contaban en la familia. También estaban las cartas que Rafael había enviado desde Arcachón, una de las últimas, amorosa y triste, dirigida a él: “Nene querido, hijo mío, mi hijo, papá, papáá, paííta, poapíita. Te mando tu carta, tu colito y tu pinito, y los beso. Te mando mi frente sobre el papel, para que me des un tito. Te mando mi alma, no la ves ahora, pero la verás cuando seas grande. No llores, me curaré para verte. Te mandaré juguetes cuando llegue el dinero de Gondra. Tu pobre papá, tu pobre hijito que te quiere?”.

Tras la muerte de Rafael, la madre y el niño volvieron al campo familiar en Arroyos y Esteros. Viuda a los 21 años, Panchita se dedicó a la crianza del hijo y a sostener la memoria del marido con una pasión encendida que mantuvo hasta el fin de su vida. En febrero le escribió a Peyrot contándole de su tristeza sin fondo: “... yo no creo que ha muerto, me parece mentira, ¿es posible que ya no lo vea más, que no lo escuche, que no lo cuide ya?... Le juro que si no quiero morir yo también es solo por mi nene, pobrecito tan chiquito y ya no tiene padre, y no debo faltarle: seguiré su consejo, sacaré fuerzas de él para vivir y criarlo en el amor a su padre y a la verdad, que él tanto me recomendaba para mi hermoso Álex”.

El pequeño creció a la sombra, o iluminado por la presencia de Rafael, que la madre y las tías Angelina y Emiliana alimentaron con relatos verdaderos de estoicismo y coraje. Uno de los preferidos decía que Rafael había roto el cheque en blanco con que los patrones de La Industrial Paraguaya pretendieron comprarle silencio. En otro –Panchita no se cansaba de repetirlo– Rafael había preferido dormir en el suelo antes que acostarse en la cama de los negreros, como les llamaba ella, de la Matte Larangeira cuando no tuvo más remedio que posar en las oficinas de la empresa en la escala que lo retuvo, camino al exilio, en Puerto Murtinho. Panchita le hablaba del amor inmenso y sufrido del padre por él, que la distancia y la cercanía de la muerte convirtieron en sentimiento casi religioso: “Verdaderamente este niño es sagrado; la majestad de su inocencia me confunde. No merezco esa gracia divina; que viva, es cuanto pido a los poderes ocultos; que viva, aunque tenga yo que pagar cada minuto de su vida con un siglo de infierno”, le escribió a Panchita.

Nostálgico y a la vez maravillado por la experiencia de ser padre, desde el exilio montevideano había dedicado unas páginas a compartir con sus lectores la felicidad y el asombro que le provocaba ese niño excepcional: “En un charco del jardín se ahoga una avispa. Nos compadecemos de ella. Organizamos un salvamento. La sacamos con un palito. Él quería sacarla sin artefacto alguno.

–¿Por qué el palito? –me pregunta.

–Porque hay avispas que pican, ¡ay!, hasta cuando se las socorre...

A veces nos arriesgamos sobre el camino ancho, el camino que no se acaba nunca. Yo me fatigo mucho antes que él. Y hablamos. Y nos cruzamos con personas y con animales, con una vaca...

–Papá, esa vaca que viene, ¿”quién” es?

–No lo sé, hijo mío. Casi siempre tengo que contestar lo mismo: “No sé”.

¿Qué? ¿Decís que él tampoco sabrá nada, que se irá sin saber nada?...

Una caravana de hormigas nos corta el paso. Hay que respetarlas. Mi hijo, acostumbrado a que las gallinas y los perros menores huyan de él, contempla las hormigas silenciosamente, y después me interroga:

–Papá, ¿por qué no se asustan de mí?

–Porque no te ven, hijo mío. Eres demasiado grande...

¿Os sonreís? ¿Qué habríais respondido vosotros? De esos labios salen enigmas terribles.

Salomón consiguió satisfacer ala reina de Saba. Yo dudo que mi hijo se fuera contento”.

Madre e hijo se mudaron a Areguá, el balneario cerca de Asunción frente al lago Ypacaraí donde veraneaban las familias acomodadas. De un lado están Areguá y su estación de tren, y en el margen opuesto, el balneario San Bernardino. Ese fue el sitio elegido por Audibert y Angelina para construir una casa, única en la época, de dos pisos y catorce habitaciones por las que Álex entraba y salía a gusto. Ruinosa pero en pie, la casona sobrevive en lo que hoy es el casco histórico de la ciudad, un conjunto de construcciones señoriales, con escalinatas de mármol, amplias galerías y techos de teja rematados con miradores.

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