El ejemplo más paradigmático podría ser la del naufragio del Titanic. Hay más de una docena de producciones sobre la tragedia marítima de 1912. No todas son recordables y, finalmente, la que más perdura es siempre la más reciente para cada generación. Con el requisito de que cale profundamente en la memoria de los espectadores: Por sus personajes, por su espesor humano, por sus escenas icónicas. Es Leonardo Di Caprio muriendo congelado en las aguas del Atlántico para que Kate Winslet se salve cuando, demasiado posiblemente, pudo haberse ubicado al lado suyo sobre la tabla de salvación.
Son las preguntas que uno se hace cuando se abandona, con previsible desconfianza, a La sociedad de la nieve (2023), la película del español J. A. Bayona sobre el accidente aéreo que en 1972 confinó durante 72 días a un diezmado equipo juvenil de rugby uruguayo en un valle inhóspito de la cordillera de los Andes. Tras dos producciones cinematográficas basadas en este acontecimiento (una mexicana, de los 70; otra estadounidense, de los 90), que en su momento conmovió al mundo tanto como es capaz de conmover la terrible imaginación de lo mórbido, ¿vale la pena acometer otra vez el visionado de una historia “interesante”, sí, más que nada por el avatar mismo de un accidente aéreo, con su espantosa mecánica del azar; y por los actos de antropofagia que provocó dramáticamente entre los sobrevivientes, en medio de una naturaleza hostil?
Nadie puede filmar esta historia sin que estos dos elementos dominen su narrativa. Por lo tanto, Bayona tampoco. Sin embargo, su versión es audazmente consciente de este condicionamiento inevitable y, al menos por momentos, logra deshacerse de su potente tiranía anecdótica. Lo hace apelando a un guion que supera la superficialidad de sus predecesores, poniendo un acento inédito en la voz de quienes no sobrevivieron. De hecho, el narrador en off de la película es uno de estos. Es decir, uno que habla desde la muerte para dar voz a los que se quedaron sin ella. Es uno de los aciertos de La sociedad de la nieve, a pesar del golpe bajo y efectista que significa “darse cuenta”, en cierto momento, de que estamos ante un mecanismo parecido al de Sexto sentido de M. Night Shyamalan.
Otro acierto, muy a lo Bayona (ver Lo imposible, 2012), es su hiperrealismo catastrófico: No hay precedente en cuanto al montaje del siniestro, un alarde de huesos quebrándose y cuerpos despedidos en el aire; como no lo hay en el del alud que sorprende a los refugiados en lo escaso que queda del estrellado avión. Son sus mejores momentos. Quizá otro, menos espectacular, es cuando los dos heroicos muchachos atraviesan las montañas y encuentran al primer ser vivo aparte de los sobrevivientes: Un feroz alivio existencial que no derrapa hacia el melodrama.
Dicho esto, solo nos queda hablar de los peores. Por ejemplo, aquellos “indicios” innecesarios, o peor aún, condescendientes hacia un espectador considerado demasiado torpe para no comprender el desastre que sabidamente se avecina: Personajes haciendo alusión despreocupada durante el vuelo a la posibilidad de que fuera el último viaje juntos; o la absurda terquedad principista del narrador –¡justamente él!– que no acepta la necesidad incontrastable de ingerir carne humana para no morir. Por esto último, es que no es tan difícil intuir que quien cuenta la película morirá, en un repetitivo conflicto que mueve la historia a base de piedad y autodestrucción moralistas: En el fondo, lo que le preocupa a Bayona es siempre escenificar el sobreseimiento (imposible) de Dios.
Está bien dentro de todo La sociedad de la nieve. Es, seguramente, la única de las tres versiones que perdurará, no sabemos hasta cuándo. Aunque, ¿la necesitábamos? La respuesta en este caso es, al menos para este cronista, mucho menos obvia.