El accidentado periplo de las tobilleras es una fiel representación de los vericuetos frecuentemente absurdos de la burocracia legislativa, judicial y administrativa del país. Apenas promulgada la ley, fue evidente que tenía serios defectos, motivo por lo que hubo que modificarla varias veces en los años siguientes.
Cada vez que parecía que se haría realidad su aplicación, se postergaba porque no estaba previsto el presupuesto para la compra de los aparatos. Luego vino una prolongada pugna entre varias instituciones que deseaban hacerse cargo de la licitación de compra.
Así que, cuando por fin llegaron, hubo alivio, porque vivimos una pandemia de violencia familiar y feminicidios. Con tanta discusión previa, todos aprendimos que no es una solución definitiva y que su eficacia dependía de una tecnología robusta, de un buen entrenamiento de los encargados de la vigilancia, de una buena comunicación entre el sistema de Justicia y la Policía y, sobre todo, de la selección adecuada de los procesados beneficiados con su uso. Por eso, las instituciones se estaban preparando, con prudencia, para organizar un módulo inicial con veinte tobilleras de las mil que se habían adquirido.
Fue entonces cuando, sorpresivamente, un Tribunal de Apelación de Central ordenó que se aplique dicha herramienta a un procesado por violencia doméstica, denunciado el mes pasado por las golpizas propinadas a su pareja y años de maltrato. En primera instancia se había decidido que afrontara su proceso detenido. No era para menos pues, según la denuncia, el individuo había intentado asesinar en dos ocasiones a su ex pareja. La primera agresión ocurrió en la vivienda de la víctima y la segunda, cuando ella acudió al hospital para un diagnóstico. La víctima, al enterarse de lo dispuesto por los jueces, entró en pánico, pues aseguró que su vida estaba en riesgo y que podría dejar a tres niños huérfanos.
Definitivamente, el elegido para ser el primer usuario de una tobillera electrónica no parecía ser un candidato ideal. Uno de los dos jueces –hubo un voto en disidencia– que tomó tan extraña determinación es Óscar Rodríguez Kennedy. Se trata del padre de Nenecho, el intendente de Asunción, conocido por protagonizar una nutrida lista de decisiones polémicas. Fue el juez que cerró las fronteras el día de las elecciones de 1993 para que no ingresen votantes liberales; el que estampó su firma en el esotérico diploma de abogado de Hernán Rivas; el del “copiatín” en un examen del Consejo de la Magistratura y muchas otras travesuras.
Hace unos años Rodríguez Kennedy publicó una monografía titulada “El brazalete electrónico” y dio conferencias sobre el tema. Quizás quiso pasar a la historia como el primer juez en ordenar su utilización. De lo contrario no se entiende tanto apuro.
Como una orden judicial debe cumplirse, todo fue improvisado. El domicilio dado por el procesado era impreciso y los teléfonos corporativos de la Policía no captaban la señal. Luego de idas y vueltas, se eligió otra casa, la de un familiar. Allí, con la tobillera puesta, durmió una noche el supuesto agresor. Pero enseguida se supo que había enviado a un empleado suyo a amenazar a su ex pareja. Con lo cual, su arresto domiciliario fue revocado y el ciudadano volvió a la cárcel.
Semejante fiasco motivó la furia de la Corte Suprema, la que exigió a los jueces aguardar directivas antes de emitir nuevas órdenes similares. La ministra Carolina Llanes usó términos inusualmente duros: “Ese Tribunal se precipitó y no leyó la ley”.
Ahora, todo debe comenzar de nuevo, pero mejor planificado. La historia de estas benditas tobilleras es macondianamente paraguaya.