Ese pragmatismo ha sido un poco la tónica de las democracias representativas modernas, donde se han dado oscilaciones que van, por lo general, de una centroderecha liberal y conservadora a una centroizquierda más tendiente hacia un liberalismo social o una social democracia. Los países europeos, Estado Unidos, Canadá, Nueva Zelanda, Australia y algunas de las democracias latinoamericanas han tenido esas características. Desde la posguerra, ese factor pendular ha tenido el mérito de poder llevar al capitalismo moderno por distintas fases, desde el predominio de un Estado de Bienestar a su repliegue, con el ascenso del neoliberalismo y el retorno al mercado, para después regresar a la idea del keynesianismo y recuperación del rol regulador del Estado.
Una de las salvaguardas de esa estabilidad política en las democracias liberales ha estado marcada, evidentemente, por el respeto de las partes al proceso político-institucional formal. Las diferencias entre los actores se han expresado en las opciones de políticas, pero no en lo concerniente a la realización de elecciones periódicas, el respeto a la separación de poderes, la vigencia de las libertades de asociación o expresión, ni de la prensa libre, entre otros.
Sin embargo, desde la crisis del 2008, el capitalismo moderno entró en una fase en la que la gestión política se ha vuelto mucho más complicada e incierta. Han surgido nuevos actores de derecha, que son calificados comúnmente como “populismos de derecha” o “ultraderecha”. Lo que se ha podido apreciar en estos casos es un menor apego al respeto del proceso democrático. Dos de los casos emblemáticos de esta tendencia son del hemisferio occidental: el trumpismo, en Estados Unidos, y el bolsonarismo, en Brasil. Las dos más grandes democracias de América. Trump no ha tenido ningún empacho en negar la legitimidad de la victoria electoral de Joe Biden en 2020 y ha conspirado para descarrilar el proceso de transferencia pacífica del poder. Bolsonaro, en cambio, aparece como instigador de un amague de golpe de Estado.
Este es un rasgo distintivo de lo que podríamos llamar la “ultraderecha”. Se puede notar aquí una precaria lealtad o apego al proceso democrático. De ahí que muchas veces surjan las referencias al nazismo en la década de los 30 del siglo XX, cuando ascienden Adolf Hitler y el partido nacional-social por medio de elecciones; pero luego, una vez en el poder, comienza un proceso de cancelación del régimen democrático. Esta amenaza se ve acompañada por otra diferencia con la derecha tradicional y el proceso democrático representativo y pluralista. Nos referimos al modo en cómo se lleva adelante el diálogo político. En ese largo periodo de estabilidad política que mencionamos más arriba, predominaba lo que podríamos llamar el “diálogo político-argumentativo”. La derecha y la izquierda se entrelazaban en una suerte de dialéctica hegeliana, de tesis-antítesis-síntesis, llegando a forjar ciertos consensos. Hoy, con el ascenso de los actores de la ultraderecha, lo que se aprecia es una argumentación irracional, que no busca síntesis, sino exacerbar la antinomia. Se abren las grietas y comienza un espiral polarizante, que se amplifica en las redes y desemboca en la tan temida violencia política.
Evidentemente, estos no son fenómenos exclusivos de la ultraderecha, y, sin duda, una de las mejores excusas de la ultraderecha es apuntar a los casos de deriva autoritaria en países que se autodesignan como de “izquierda”, véase Venezuela y Nicaragua en nuestra región. Pero estas alusiones son más que nada instrumentos retóricos y no tanto posicionamientos de tipo normativos. La verdadera sustancia está en la agenda implícita de la ultraderecha, una masiva reacción a la democracia porque esta abre la posibilidad de discutir el cambio climático, la igualdad de género, el desarrollo sostenible, el respeto a la diversidad y la inclusión del otro. Todos elementos que esa derecha quiere retratar como imposiciones “globalistas” e irrealizables.