Los resultados de las elecciones del pasado martes son indiscutibles. Trump no solo ha ganado los votos conforme al colegio electoral, sino también el voto popular. Y estos no han sido pocos: Cerca de cinco millones. Para los grandes medios, el resultado no era el esperado. Las encuestas, en su mayoría, no indicaban la magnitud de esa ola roja, como se conoce al partido republicano. Y, además, ¿cómo se podría esperar que un candidato que fuera procesado y sujeto a juicio político, que fuera llamado “Hitler,” y fascista, xenófobo, racista y algunos epítetos más, ganara ¿y con millones de votos? ¿Quiénes son estos votantes de Trump? Estamos, ¿acaso, al final de la democracia? Permítaseme, indicar tres razones, nunca exhaustivas, de un fenómeno político complejo.
El populismo económico
La primera razón del voto a Trump es económica. Inflación luego de décadas. Suba del costo de vida. Y ello ligado a la inmigración ilegal. Los “Blue collars”, trabajadores, sindicalistas, y granjeros destruidos por multinacionales y la globalización. Sus ingresos han sido minados. No pueden competir con inmigrantes dispuestos a trabajar por salarios paupérrimos. Las cámaras de comercio y grandes corporaciones hacen la vista gorda a la inmigración ilegal, para conseguir mano de obra barata. Los pobres indocumentados compiten así con los pobres olvidados y el establishment de ambos partidos, se cruza de brazos. La retórica de Trump deviene así la voz de los que por temor a ser calificados de insensibles o racistas, no se animan a denunciarlo.
El populismo económico de Trump y de su vicepresidente Vance, en este contexto, rechaza la desigualdad de ingresos y la globalización que ha destruido la clase media, y los empleos. Así, apuntan a los aranceles a las importaciones y limitaciones a la inmigración ilegal, destinadas a aumentar los salarios y crear oportunidades para los trabajadores estadounidenses.
Anti-elitismo político
La segunda razón es el rechazo a la creciente elitización del sistema que, históricamente, ha creado una tensión con las bases ciudadanas más igualitarias y antiintelectualistas. El igualitarismo americano es fundamentalmente antijerárquico. Nacido de la tradición puritana y presbiteriana –aunque hoy secularizada–, ese sentimiento es contrario al linaje o la herencia de fortunas. La única “desigualdad” aceptada es la de la riqueza, siempre y cuando la misma haya sido fruto del trabajo del individuo. El marketing de la campaña de Trump mostraba esa actitud: Ajeno a las formas delicadas de académicos es un empresario que habla el lenguaje de la calle. Mientras hacía campaña con grupos de peluqueros en Nueva York, o atendía en un McDonald’s, la vicepresidenta Harris lo hacía con artistas de Hollywood y recibía apoyos de académicos y miembros de la burocracia política y estatal.
El rechazo identitario
Esta última razón es clave: Los partidarios Trumpistas son una mayoría silenciosa, y lo son, por el temor a ser estereotipados como xenófobos, fanáticos, vulgares, soeces, machistas, racistas, aunque y eso es lo curioso, sus características demográficas sean muy diversas. Entre ellos hay profesionales, mujeres y afroamericanos. El voto hispánico llegó a más del 50 %.
Este anonimato hace que los seguidores de Trump voten con el dedo del medio levantado –como espetara gráficamente un militante– como un signo vulgar de provocación a toda una élite que los considera “deplorables” o “basura” al decir de H. Clinton y el presidente Biden. Hay un rechazo visceral a la política identitaria, esto es, a la presunción de que solamente las identidades del ser mujer, negro, transgénero, musulmán, pero no individualmente, sino como colectivos, genera el nuevo sujeto político democrático, en reemplazo del obrero, del camionero, del granjero, del ciudadano/a de a pie. Es la reacción, asimismo, hacia un progresismo contrario al pacto original fundador del país, donde miles de inmigrantes de distintas confesiones religiosas abandonaron una Europa intolerante para vivir en concordia bajo el amparo del derecho común.
La élite de la corrección política está socavando este pacto político liberal de Jefferson, al imponer, desde formas colectivas, estatales o corporativas, formas identitarias de vida a vastos sectores de la ciudadanía que hombres transgéneros participen en deportes de mujeres, por ejemplo.
¿El fin de la democracia?
Eso es lo que anuncian, dramáticamente, algunos. Nada de eso. Ni la política es la salvación del mundo. Es un lugar de grises. Ni Trump es el mesías. Quizás, en medio de su procacidad, y casi sin intención, muestra la realidad de que también, políticos pulcros en sus modos han causado estragos en la convivencia política.
Hoy existe una deriva totalitaria de la izquierda woke, que ha sido rechazada. El mismo Robert F. Kennedy Jr. denunció este hecho al apoyar a Trump. Una democracia se nutre de un marco cultural para el debate abierto, y no conforme a quien puede ser ofendido y quien no. En la democracia, nada, excepto el libre debate e intercambio de ideas, va sedimentando las posiciones que más se pueden adecuar a la realidad y el bien común.
(*) Filosofo Político
M.T.S., J.D., Ph. D.
Profesor de Filosofía y Historia de América Latina
Cónsul General Emérito de Paraguay en el estado de Kansas, EE.UU.