Tampoco sabemos cómo descubrió Simeón al Niño. No se habla en el Evangelio de ningún signo exterior.
Podemos pedir a Dios que, como Simeón, abramos los ojos para contemplar la redención que está en marcha.
Simeón vio solamente una vez al Niño. Toda una vida de espera mereció la pena por ese instante. A nosotros, en cambio, nos puede suceder que, como Dios ha querido venir tan cerca en la Eucaristía, nos hayamos acostumbrado a tocar la salvación. Nos parece demasiado normal, demasiado parecido cada día. A veces nos gustaría una puesta en escena más espectacular.
“¡Cuántos años comulgando a diario! –Otro sería santo –me has dicho–, y yo ¡siempre igual!”[3]. Estamos convencidos de que lo divino es arrollador, entusiasmante, y por eso nos puede causar dolor nuestra aparente frialdad. Pero Dios cuenta también con ello. Simeón, por ejemplo, se preparaba todos los días para recibir al Mesías; cada vez tenía más ganas de verlo, cada día podía ser decisivo.
La espada clavada en el corazón de la Madre de Jesús es el contrapunto desgarrador en una escena donde todo resuma alegría y esperanza.
Nuestra vida también es un cuadro con luces y sombras, un entretejerse de esperanza y desánimo, de lucha y derrotas. Dios lo sabe y en esa aparente fragilidad es donde aparece más cercano. Dios rechaza decididamente la ficción de un mundo perfecto, acabado y sin problemas; se encuentra en la fragilidad de lo cotidiano, en lo que parece sin brillo.
La Virgen, nuestra Madre, también aprendió a descubrir a Dios en su hijo recién nacido. Sus lágrimas, su hambre y su sueño son divinos y son, por eso, nuestra redención.
“A partir de la profecía de Simeón, María une de modo intenso y misterioso su vida a la misión dolorosa de Cristo: se convertirá en la fiel cooperadora de su Hijo para la salvación del género humano”[7].
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-es/article/meditaciones-29-de-diciembre/)