Hace exactamente 11 años, una joven de 23 años ataviada con una larga peluca rubia, unas enormes gafas que cubrían prácticamente todo su rostro y un vestuario ciertamente peculiar se plantaba con su Just Dance en el número uno de los sencillos más vendidos del Reino Unido.
Una semana después lo haría también en la lista Billboard Hot 100 de Estados Unidos, provocando que medio mundo se preguntara quién era esa tal Lady Gaga y por qué no podían dejar de cantar y repetir en su mente, una y otra vez, aquello de Just dance, gonna be okay….
La fiebre Gaga se extendió de tal manera que también su primer disco, The Fame, se alzó con el número uno mundial en ese mismo mes de enero de 2009. Sencillo tras sencillo, la artista norteamericana ganaba adeptos, sus Little Monsters (Pequeños Monstruos), una legión de fans creada a raíz del lanzamiento de su segundo disco de estudio, The Fame Monster.
Lo que pretendía ser una reedición de su primer álbum se convirtió en un disco en mayúsculas con ocho nuevas canciones. Un disco que mostraba “el lado oscuro de la fama”, según palabras de la artista. Entre esos nuevos temas, el que quizás más revolucionó el panorama musical fue Bad Romance.
Un nuevo número uno mundial que, además, se acompañaba de un videoclip con una estética y un mensaje rompedores. Gaga en estado puro.
En lo musical, Gaga era un tanque blindado que arrasaba todo a su paso. Así lo haría también con su siguiente disco, Born this way (2011), con el que la cantante explotaría su fama para mandar un mensaje al mundo: “Acéptate tal como eres”. Fue aquí cuando comenzamos a descubrir quién era realmente Lady Gaga y qué poder, no solo como artista, sino también como ser humano podía tener.
Debajo de todas esas pelucas, maquillaje y descaradas actitudes se escondía una atormentada Joanne, un nombre real que muchos únicamente descubrirían tras su disco homónimo de 2016.
Una joven con dificultad para asumir, por un lado, una fama desbordante y, por otro, las secuelas sicológicas tras sufrir repetidos episodios de abusos sexuales cuando tenía 19 años.
Unos hechos que no conocimos hasta hace unos días cuando la cantante abrió su corazón al mundo y, en concreto, a la presentadora Oprah Winfrey en su recién estrenado programa de entrevistas 2020 Vision.
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“De repente me convertí en una estrella, viajando por el mundo (…) Nunca me enfrenté a ello y, de repente, comencé a experimentar este increíble dolor intenso en todo mi cuerpo que imitaba la enfermedad que sentí después de ser violada”, confesaba Gaga.
A medida que la fama de Lady Gaga crecía, su “yo” interior se hacía cada vez más pequeño e introvertido. Así lo reflejaba el misticismo de su siguiente álbum, Artpop (2013), en el que la neoyorquina exploraba un mundo más surrealista basado en el arte, la fama y la sexualidad como elementos que giraban en torno a un eje central, la astrología.
Solo volvería a poner los pies en la tierra al lanzar el que, hasta la fecha, es su último álbum de estudio, Joanne (2016).
Es aquí donde, por fin, se descubre al ser humano tras el personaje. Las gafas, las capas de maquillaje y el estrambótico vestuario dejan paso a una artista de cara lavada que compone y canta acompañada de su guitarra. Con temas como Joanne o Million reasons la cantante se metió de nuevo al público en el bolsillo.
Una nueva Gaga se presentaba al mundo y se dejaba ver tal y como realmente es a través de un documental Gaga: Five Foot Two con el que la artista desvelaría detalles de la enfermedad crónica que sufría, fibromialgia. Ese dolor que siempre la acompañó tenía nombre y, finalmente, fue descubierto.
Llama la atención y, sin duda, resulta admirable la capacidad de esta artista para sobrellevar ese dolor que siempre, según ella misma ha confesado, le ha acompañado.
Una artista completa que no solo ha triunfado en el terreno musical, sino que se ha ganado el respeto de la industria cinematográfica con excelentes actuaciones tanto en la serie American Horror Story: Hotel (2011) como en A star is born (2018) –con nominaciones a Globos de oro y Oscar incluidos–.
Sin embargo, el lustre de los reconocimientos y los premios (que son innumerables) pasa a un segundo plano cuando son las canciones y las interpretaciones las que brillan por sí mismas, como sin duda es el caso de la artista de la última década: Lady Gaga.