Aquella costumbre de vacaciones de invierno me dejó en la memoria la voz de la abuela y una colección de parábolas milenarias que todavía pueden aplicarse con éxito a determinadas circunstancias del siglo XXI. En un rapto de generosidad y en memoria de Don Enrique Del Riego, de quien solo se conserva un daguerrotipo que parece salido de una revista de chistes sobre gallegos, quiero compartir una de esas fábulas con nuestro señor presidente.
Un sapo y un escorpión se encontraron cierto día a orillas de un caudaloso río cuyas aguas habían engordado peligrosamente con las últimas lluvias. El sapo sabía que podía nadar e intentar llegar hasta la otra costa, pero también que corría el riesgo de perder el rumbo y ahogarse en el intento. El escorpión también lo sabía y por eso le propuso que trabajaran juntos para cruzar con éxito.
El sapo le respondió que aceptar su oferta sería suicida, que en la menor oportunidad el escorpión le enterraría el aguijón. El escorpión replicó que si lo hacía también se estaría condenando él. O cruzamos juntos o nos hundimos los dos, insistió.
El anfibio lo pensó unos segundos y finalmente aceptó. El escorpión subió a sus espaldas y se metió al agua. Nadaba con fuerza siguiendo las instrucciones del arácnido. Había completado ya la mitad del recorrido cuando un dolor agudo y repentino en un costado le quitó el aliento y sintió casi de inmediato que se le paralizaban las patas. Dejó de nadar y empezó a hundirse arrastrando consigo al escorpión.
¡Qué hiciste!, le recriminó, cuando se percató que tenía el aguijón clavado en la espalda. Lo siento, le respondió el escorpión, pero no pude evitarlo. Es más fuerte que yo, es mi esencia.
La moraleja es obvia, señor presidente. Si usted pone al escorpión sobre las espaldas públicas no se haga el sorprendido cuando el artrópodo actúe como lo ha hecho siempre. Y no pretenda convencernos de que no nos ha clavado el aguijón porque podemos ser cándidos, pero no tontos.
Si usted pone al alacrán a comprar pupitres por más de 30 millones de dólares, fuera del presupuesto público y de cualquier posibilidad de control por parte de la Contraloría, no finja desconcierto cuando se publica que el adjudicado ya había comprado los muebles con las particularidades solicitadas antes siquiera de que se llamara a licitación, que el beneficiario es un financista de su vicepresidente y que los precios que se van a pagar triplican cualquier oferta conocida.
Acaso lo peor de esta fábula es que todavía hay cientos de millones de dólares en compras por ejecutar. Y sabemos lo que pasará. Porque quienes están a cargo no van a cambiar. Es su esencia.