30 abr. 2025

Las trampas de la culpa histórica

En Los extranjeros. Por una ética de la solidaridad, el crítico cultural inglés Terry Eagleton se refiere a lo que considera en gran medida un falso dilema ético y político de la modernidad occidental: el conflicto entre universalismo y especificidad. Este supuesto dilema (que ya Immanuel Kant había considerado, en el siglo XVIII, las dos caras de una misma moneda; y que está expresado en nuestros días, por ejemplo, en el polémicamente llamado globalismo, por un lado, e individualismo o nacionalismo identitario, por el otro) se encuentra en el origen de lo que sucede en Francia con los disturbios masivos a raíz del asesinato a manos de la policía de Nahel Merzouk, un joven de 17 de años oriundo de los suburbios de París, con ascendencia argelina y marroquí.

¿Por qué en el origen? Porque en la década de 1970, Francia consideró que los nazis habían podido perseguir en su territorio y asesinar a los judíos mediante el registro que el Estado mantuvo acerca de las creencias religiosas y los orígenes étnicos de su población, por lo que dejó de asentar dichos registros teniendo como resultado que los gobiernos, desde entonces, no tienen idea alguna de la dimensión problemática y específica de la vida social de los franceses oriundos de las antiguas colonias y de sus descendientes nacidos bajo su jurisdicción europea; además, el tradicional universalismo galo concibe a sus ciudadanos solamente como franceses, sin particularidades de raza, género y religión.

Sin embargo, este universalismo, conectado con la culpa en torno al Holocausto judío como ya vimos, funciona perfectamente para disimular el racismo inherente a toda potencia colonial e imperialista del pasado y del presente. Es decir, y retomando la cuestión dilemática planteada por Eagleton, ser “universal” significa en realidad, en el caso del Estado francés, desconocer sistemáticamente lo específico de la población de origen inmigrante, lo que se traduce en discriminación sistemática (laboral, sanitaria, educacional, etc.) por poseer un color o un apellido específico... aunque muy a menudo los franceses, ni sus instituciones en general, no se reconozcan como racistas, sino todo lo contrario: Liberté, Égalité, Fraternité.

Cuando la filósofa germano-estadounidense (y judía) Hanna Arendt volvió a mediados de los años 50 a Alemania —por primera vez desde que marchó al exilio en los años 30—, notó una cosa muy llamativa: con los que había hablado, conocidos y desconocidos, descubrió que se sentían culpables de la infamia nazi, aun aquellos que la autora de Los orígenes del totalitarismo sabía muy bien no lo eran ni de lejos. Y, por el contrario, los que verdaderamente lo eran no se sentían responsables de nada. Entonces, Arendt concluyó que en una sociedad en donde todos se sienten culpables, el resultado es que nadie lo es en realidad. Donde los verdaderos victimarios gozan de buena conciencia y libertad, mientras los inocentes se angustian por los remordimientos y la estigmatización social, no puede haber una verdadera justicia, sino todo lo contrario: una sociedad patológica.

Menciono esto porque, en el caso de la culpa francesa, la responsabilidad en torno al destino de la población judía durante la ocupación nazi —es decir, el de una minoría étnica— tiene medio siglo después como consecuencia la irresponsabilidad hacia otras minorías, sobre todo árabes y musulmanas. Minorías estas que, a diferencia de los hebreos, tienen una histórica relación dialéctica de dominio y servidumbre con la Francia imperialista desde el siglo XIX.

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En cualquier caso, el falso dilema es tal porque todo universalismo puede y está vinculado necesariamente con la especificidad de lo individual y lo singular, con lo extraño. Eaglaton recupera en su libro una cita de la Epístola de Pablo a los Corintios, en la que el viejo Saulo de Tarso habla de la predicación de “la paz a los que están lejos, y la paz a los que se encuentran cerca”. Un tipo de apertura y tolerancia al que demasiados fans del personaje bíblico no son para nada adeptos.

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