Por Antonio Espinoza, director del Club de Ejecutivos.
¡Qué tiempos han sido estos! En los últimos dos años y medio, jinetes del apocalipsis arremetieron salvajemente contra la humanidad, desparramando pandemia, muerte, guerra y hambre.
Las fatalidades del Covid se cuentan en decenas de millones de vidas, el cambio climático, cada vez más agresivo, está causando estragos en las cosechas en todo el mundo. Y la cruenta invasión rusa a Ucrania quebró el orden jurídico internacional reavivando el espectro del holocausto nuclear.
De todas las víctimas, ningunas son más lamentables que los niños de edad escolar. La educación, especialmente la educación primaria, fue castigada duramente por las cuarentenas y restricciones de la pandemia. En los países desarrollados, el impacto fue mitigado en alguna medida por el mejor acceso a tecnología, pero en países de menores ingresos como el nuestro, prácticamente se perdieron dos años de aprendizaje. Hicimos heroicos esfuerzos por mantener el ritmo educativo con clases por WhatsApp y aplicaciones similares, pero las limitaciones económicas de muchas familias impidieron que se pudieran aprovechar adecuadamente estas iniciativas.
Un informe recientemente publicado por el Banco Mundial revela que el mayor impacto educacional de la pandemia se sintió en América Latina y el Caribe. En esta región el 80% de los niños en edad de terminar la escuela primaria no pueden comprender un texto sencillo, un aumento de 60% de la tasa registrada antes de la pandemia.
En nuestro país, ya antes de la pandemia el 81% de nuestros niños no alcanzaban un nivel mínimo de competencia en lectura al llegar al 6° grado, según el Estudio Regional Comparativo de la Unesco 2019. En matemáticas el 95% no llegaba al nivel mínimo de competencia. Aplicando los porcentajes regionales de deterioro por pandemia estimados por el Banco Mundial, los números son escalofriantes.
Se habla siempre de la ventaja que representa el bono demográfico, pero es un bono poblado por jóvenes de deficiente formación y limitadas habilidades que han sido traicionados por un sistema educativo fracasado. Leer, escribir y calcular son competencias esenciales. Un joven que no aprendió a leer y comprender un texto sencillo, escribir con claridad sus ideas, y resolver problemas matemáticos básicos difícilmente podrá acceder a un empleo que le permita una vida digna. Esta es una tragedia humana que acentúa la inequidad, limita el progreso del país y fomenta la inestabilidad social.
Así como enfrentamos la emergencia sanitaria con excepcionales medidas para mitigar sus peores consecuencias, ahora debemos enfrentar esta catástrofe educativa con urgentes y eficaces medidas para corregir un déficit de aprendizaje que se arrastra desde décadas. No es cuestión meramente de destinar más recursos a la educación. En la última década el presupuesto para educación tuvo significativos aumentos, pero la aguja de las mediciones de resultado apenas se ha movido.
En el mundo empresarial disponemos de comprobadas herramientas de gestión para lograr vigorosos cambios institucionales. Entre ellas, establecer metas de impacto consensuadas, claras y medibles, la gestión por objetivos clave (KPO), la evaluación continua de performance y premiar a quienes contribuyen a los logros. Se deben aprovechar estos instrumentos para dar el golpe de timón educativo tan urgente y necesario. Ningún niño debe llegar al sexto grado sin poder leer, escribir y calcular.
Asimismo, los jóvenes, y el país, demandan que los responsables de la conducción nacional sepan leer y comprender los informes y mediciones de los niveles de aprendizaje, que sepan discernir y escribir con claridad las urgentes medidas que han de tomarse para rectificar rumbos. Y, sobre todo, que sepan calcular el enorme costo humano y económico que representa el no hacerlo.